Crecí en Villa de Fuente, en el Estado de Coahuila. Mismo que
está rodeado del Río Escondido, el cual desemboca en el famoso Río Bravo, o Río
Grande: que divide la ciudad de Piedras Negras, del mismo Estado, y Eagle Pass,
(Texas). En ese entonces las callecillas eran de tierra. En tiempos de lluvia
me gustaba disfrutar del penetrante y embargador aroma a tierra mojada. Por las
noches, acostumbraba juguetear con las fantásticas luciérnagas. En ese lugar
predominaban los arboles de nogal. Mismos que rodeaban la casa en donde pasé
gran parte de mi inolvidable infancia.
Misma que estaba situada sobre la calle mina. Los vecinos de
enfrente tenían una pequeña tienda la cual era atendida por el mismo matrimonio
ya entrados en edad llamados Arturo y Carmela. Supongo que ella se llamaba así
ya que la llamaban “ Doña Mela”, ella era atenta y educada y aunque no recuerdo
que hayan tenido hijos, le gustaban los niños. Pero al señor Arturo, no le agradábamos
para nada. Los niños de la Villa lo asemejábamos
a un ogro gruñón, por huraño y descortés. Una servidora era quien más le temía
a los chillidos que pegaba cuando algunas veces se nos escapaba la pelota y
caía en el patio de su casa.
Al entrar a la tienda, lo saludábamos, no recuerdo haber
escuchado siquiera una sola vez que respondiera nuestro saludo. Yo tendría
algunos cinco años, y lo llamaba “Doña Arturo”, y siempre me llamaba la
atención.
--¡No me llamo “Doña” Arturo niña!-- Me corregía ofendido.
--Si “Doña Arturo”, ya lo escuché—Respondía temerosa disculpándome.
Nunca me ha gustado
que me levanten la voz, eso es lo que más detesto de una persona.
Así que ese hombre había logrado que yo le tuviera tirria,
más cuando pegaba tremendo “alarido”, para apúranos a desaparecer de su vista y
decía:
--Pidan rápido lo que van a llevar y se salen, ¡pero ya! --
Salíamos apresurados, porque lograba asustarnos, que a veces olvidábamos
comprar algunas golosinas, aunque varias veces logré ver de soslayo como se reía
al vernos salir corriendo y aventándonos entre sí, ansiando caber todos por la angosta
puerta del negocio al mismo tiempo.
Un día fui a comprar unas latas de leche condensada para que
mi madre nos preparara a mí y a mis dos hermanos el delicioso dulce de leche y
nuez que tanto nos gusta. Era la temporada en que el árbol de nogal dejaba caer
el suculento y nutritivo fruto. Al entrar a la tienda vi que solo se encontraba
“Doña Mela” atendiendo el mostrador, y dentro de mi sentí un gran alivio, pero como
los niños son curiosos, le pregunté por el señor Arturo.
--Él está en cama, respondió, tiene días que no quiere comer
nada y eso me tiene preocupada--, dijo acongojada.
Al legar a casa le comenté a mi madre que el vecino se
encontraba delicado de salud, tomé mi pequeña canasta y me dirigí al patio a
recoger los deliciosos higos, granadas y nueces, de nuestra cosecha. Pero esta
vez no eran para repartir a mis amiguitas (os), me crucé la calle y fui a
entregarle la canasta a Doña Mela, misma que al abrir la puerta se sorprendió que
esa tarde no iba acompañada de mis “cuatachos”, como les decía a mis amiguitas
(os). Le entregué la pequeña canasta y le pedí de favor se la entregara a “Doña
Arturo”. Ella, esbozando una dulce sonrisa agradeció y me encaminó hasta cruzar
la calle de regreso a casa.
Se acercaba la víspera de noche buena y una de esas tardes en
que jugábamos pelota en la calle, “Doña Arturo” nos llamó.
--Acérquense niños quiero decirles algo muy importante--
Sorprendidos y temerosos
a la vez, escondiéndonos unos detrás de otros temiendo que nos regañara, nos
acercamos hacia donde él se encontraba:
--Les he organizado una posada navideña, para este sábado,
espero que ningún niño falte- Dijo emocionado.
Mirándonos unos a otros con asombro, solo asentimos con la
cabeza y luego nos retiramos de su nefasta presencia.
El día señalado nos presentamos a la hora indicada, ya su
esposa y él tenían colgada la piñata, en un canasto tenían las bolsitas de
dulces y unas mesas arregladas con manteles de plástico decorados con imágenes navideñas.
Esa tarde fue inolvidable, el ogro se había convertido en un simpático
Santa Claus, aunque me di cuenta que el traje le quedaba corto, y la barba de
algodón no me dejaba ver si sonreía o conservaba la mueca de amargura que traía
pintada en su rostro casi a diario.
De pronto un tremendo grito me hizo pegar tremebundo susto:
--Jo, Jo, Jo, --, se dejó escuchar. –¡FELIZ NAVIDAD! –
Y en medio de tanta algarabía, no alcanzaba a escuchar bien
las palabras que decía, pero creo que eran estas:
Esta navidad les deseo
dicha y prosperidad
niños de mi Villa, ¡los amo!
y nunca los podré olvidar,
gracias por hacerme feliz
y les juro que nunca más
volveré a gritar.
Todos los asistentes que éramos muchos, nos miramos
sorprendidos y corrimos a abrazar al ogro que tantas veces nos había asustado con
su mal carácter y sus gritos.
---¡Feliz Navidad!, gritábamos todos al unísono.
Después de romper la piñata, comimos unos deliciosos tamales,
que la misma Doña Mela nos había preparado con tanto amor, acompañados de un
delicioso y humeante champurrado. Santa quien había dejado de ser el ogro, nos
iba entregando las bolsitas repletas de colaciones, cacahuates, naranja, y
demás dulces. Cuando tocó mi turno de entrega, me regresó la canasta en la que
le había llevado los higos, granadas y nueces, me miró a los ojos fijamente por
un momento y solo murmuró:
--Gracias pequeño diablito--
Al abrazarme vi a través del disfraz como unas cuantas lagrimas
escapaban de sus ojos rodando por su adusto rostro.
Y desde esa vez cumplió la promesa de nunca más volver a gritar
como loco desaforado.
Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata.
Imagen del Taller Literario "A CALZÓN QUITADO"