El viento zumbaba entre los nopales, un susurro constante acompañaba
los pasos apresurados de Daniel. Reynosa
se desvanecía tras él y un borrón de luces y sombras en la noche
tamaulipeca. No huía de la justicia,
sino de un sentimiento que lo abrasaba con la misma intensidad del sol del
mediodía: el amor. O, más bien, el miedo
al amor.
Daniel, un hombre marcado por la soledad y la desconfianza,
había conocido a Isabella. Sus ojos, el
color del cielo crepuscular, lo habían atrapado en una red de emociones que
desconocía. Su risa, melodía de las
campanas de una iglesia lejana, lo había hechizado. Pero el miedo, ese fantasma que lo había
perseguido desde la infancia, lo había paralizado. El miedo a la vulnerabilidad, a la entrega, a
la posibilidad de ser herido.
Isabella, con su paciencia infinita y su corazón generoso,
había intentado derribar las murallas que Daniel había construido a su
alrededor. Le había ofrecido su mano, su
compañía, su amor incondicional. Pero Daniel, ciego por el terror a perder su
independencia, a ser vulnerable, había huido.
Había huido de la promesa de felicidad que Isabella representaba, de la
posibilidad de un amor verdadero.
Su huida no era una decisión racional, sino un acto
impulsivo, un reflejo de su miedo profundo. Cada paso que daba era un alejamiento de la
posibilidad de un futuro compartido, una negación de la felicidad que se le
ofrecía. La noche lo envolvía, fría y
oscura, un reflejo de su propio estado de ánimo.
En su huida, Daniel se encontró con la cruda realidad de la
vida en la frontera. Vio la pobreza, la desesperación, la lucha diaria por la
supervivencia. Vio también la belleza
salvaje del desierto, la fuerza implacable de la naturaleza. Y en medio de todo eso, en la soledad de la
noche, comenzó a cuestionar su decisión.
¿Había huido del amor o de sí mismo? ¿Era el miedo a la herida una excusa para
evitar la responsabilidad de amar y ser amado?
Las preguntas lo atormentaban, lo perseguían con la misma insistencia
que el viento del desierto.
Un amanecer lo encontró sentado en una roca, observando el
sol teñir el cielo de colores vibrantes.
En ese momento, la imagen de Isabella, su sonrisa, su mirada llena de
esperanza, lo inundó. El miedo seguía
presente, pero ahora era una sombra más pequeña, menos amenazante.
Daniel sabía que su huida no había sido una solución, sino
un escape. Y que, para encontrar la paz,
tenía que regresar. No para pedir
perdón, sino para enfrentarse a sus miedos, para aceptar la posibilidad de amar
y ser amado. Para finalmente dejar de
ser un fugitivo del amor. Su regreso a
Reynosa no sería fácil, pero esta vez, no huiría. Esta vez, se enfrentaría a su destino.
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