viernes, 11 de abril de 2025

FUGITIVO DEL AMOR.

 






 

El viento zumbaba entre los nopales, un susurro constante acompañaba los pasos apresurados de Daniel.  Reynosa se desvanecía tras él y un borrón de luces y sombras en la noche tamaulipeca.  No huía de la justicia, sino de un sentimiento que lo abrasaba con la misma intensidad del sol del mediodía: el amor.  O, más bien, el miedo al amor.

Daniel, un hombre marcado por la soledad y la desconfianza, había conocido a Isabella.  Sus ojos, el color del cielo crepuscular, lo habían atrapado en una red de emociones que desconocía.  Su risa, melodía de las campanas de una iglesia lejana, lo había hechizado.  Pero el miedo, ese fantasma que lo había perseguido desde la infancia, lo había paralizado.  El miedo a la vulnerabilidad, a la entrega, a la posibilidad de ser herido.

Isabella, con su paciencia infinita y su corazón generoso, había intentado derribar las murallas que Daniel había construido a su alrededor.  Le había ofrecido su mano, su compañía, su amor incondicional. Pero Daniel, ciego por el terror a perder su independencia, a ser vulnerable, había huido.  Había huido de la promesa de felicidad que Isabella representaba, de la posibilidad de un amor verdadero.

Su huida no era una decisión racional, sino un acto impulsivo, un reflejo de su miedo profundo.  Cada paso que daba era un alejamiento de la posibilidad de un futuro compartido, una negación de la felicidad que se le ofrecía.  La noche lo envolvía, fría y oscura, un reflejo de su propio estado de ánimo.

En su huida, Daniel se encontró con la cruda realidad de la vida en la frontera. Vio la pobreza, la desesperación, la lucha diaria por la supervivencia.  Vio también la belleza salvaje del desierto, la fuerza implacable de la naturaleza.  Y en medio de todo eso, en la soledad de la noche, comenzó a cuestionar su decisión.

¿Había huido del amor o de sí mismo?  ¿Era el miedo a la herida una excusa para evitar la responsabilidad de amar y ser amado?  Las preguntas lo atormentaban, lo perseguían con la misma insistencia que el viento del desierto.

Un amanecer lo encontró sentado en una roca, observando el sol teñir el cielo de colores vibrantes.  En ese momento, la imagen de Isabella, su sonrisa, su mirada llena de esperanza, lo inundó.  El miedo seguía presente, pero ahora era una sombra más pequeña, menos amenazante.

Daniel sabía que su huida no había sido una solución, sino un escape.  Y que, para encontrar la paz, tenía que regresar.  No para pedir perdón, sino para enfrentarse a sus miedos, para aceptar la posibilidad de amar y ser amado.  Para finalmente dejar de ser un fugitivo del amor.  Su regreso a Reynosa no sería fácil, pero esta vez, no huiría.  Esta vez, se enfrentaría a su destino.

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