Hartos del smog y bullicio del
calcinante concreto y pavimento de la gran ciudad, además de levantarnos casi
de madrugada para trasladarnos a nuestros respectivos trabajos y poder llegar a
tiempo, Vicente y yo decidimos tomar unas merecidas vacaciones, elegimos pasar
unos días en el rancho donde vivió la tía Licha que en paz descanse. Y aunque ella
lamentablemente ya no está afortunadamente mis amados primos seguían viviendo
en el campo, de antemano sabíamos que se regocijarían con nuestra visita. Nuestra
tía, hermana mayor de mi padre nunca quiso radicar en la ciudad a pesar de que
tenía a toda su familia allá, había hecho muy buen matrimonio el tío Felipe
había amado y admiraba tanto su natural y sencillez belleza. Un matrimonio
ejemplar y muy felices, así fue como formaron la familia perfecta.
Ella disfrutaba de la tranquilidad del campo,
y a pesar de que era ciudadana americana vivió feliz en México, amaba sus
costumbres, tradiciones y gustaba de su folclore, atendía a su familia, su huerto,
el ganado, y la majada, así como la siembra. Tía Licha, como le decíamos de
cariño toda la familia, era una gran mujer con mayúsculas, rubia, de larga y
abundante melena, sencilla y de nobles valores, de ojos azules, de una belleza
exquisita y distinguida, tierna y cariñosa, siempre sonriente, muy querida por
todos sus sobrinos. Aunque la dejaba de ver por largos años, nunca la olvidé,
tan parecida a mi señor padre, y no sólo en el físico sino también en
sentimientos. Supieron valorar lo que en verdad importa en esta vida.
El rancho la Moreña, está
lejos enclavado en la sierra, a unas diez horas del lugar en el que residíamos.
Algo muy dentro de mi reclamaba mi presencia en el campo, tal vez lo anhelaba
porque fue el gran sueño de mi padre quien nunca dejó de hablarme maravillas de
su amado terruño. Y mientras seguíamos circulando a gran velocidad por la
carretera de asfalto de sólo dos carriles, recordé que él siempre soñó con regresar
a su lugar de origen, a Cerros Blancos, lugar del mismo Estado donde nací, lamentablemente
falleció antes de realizar su anhelo.
El verde paisaje invitaba a la
relajación, disfrutar de sus bellos atardeceres del aire fresco, el dulce aroma
de las flores y sobre todo montar a caballo y galopar por el inmenso potrero, ¡era
lo máximo!
No sentí el viaje tan pesado
porque afortunadamente llevaba el libro, Azteca, del famoso autor
norteamericano Gary Jennings, faltaba poco para terminarlo, así que leía en voz
alta para que Vicente, quien tanto disfrutaba de mis lecturas e iba gozoso
manejando y escuchando atentamente la historia de mi novela. De esa manera lo
terminé de leer antes de llegar, y aunque de vez en cuando volteaba a ver el
lejano horizonte perdiéndome en su profunda lejanía recordando los bellos
mitos, leyendas y refranes narrados por mi amado abuelo paterno, Severo Carreón
Luna, quien desde muy pequeña infundió en mí el gusto por la lectura.
Vi como el sol se perdía en la
lejanía, así mismo como se evaporan los sueños del mortal en esta vida, me
invadió por un momento la melancolía al recordar a mis seres queridos ya idos.
En eso, vi que Vicente algo desorientado por la expresión de mi rostro melancólico
volteó a verme diciendo.
--Casi llegamos—
En tanto a lo lejos divisaba el
argentado estanque que se asemejaba a una inmensa laguna, ya se escuchaba el
mugido de las vacas, el trinar de las aves, el balar de las cabras ya se
aspiraba el bucólico aroma de la región. De pronto, mis ojos se detuvieron
admirados a contemplar las extrañas ramas y raíces de un vetusto amate que se
encontraba en medio de varios árboles de pirulí igual de viejos.
Repentinamente llegaba a
nuestros sentidos el aroma de las comidas caseras, sanas y sabrosas guisadas en
cazuela sobre la humeante leña de mezquite. Al llegar a nuestro destino mis
primos no cabían del gusto los habíamos tomado por sorpresa, y a pesar de que
teníamos algunos años sin vernos me habían reconocido. En medio de la algarabía
pude darme cuenta de que, quien bien siembra bien cosecha, mis tíos habían
sembrado la semilla del amor y el respeto en sus hijos y ahora ellos vivían
felices en paz y armonía. Esa noche no dormimos, recordando los bellos momentos
de nuestra tierna infancia cuando mi querida tía los llevaban a visitar a la
familia.
Cuanto disfrutamos nuestra visita
en ese paraíso campirano, sobretodo de su exquisita gastronomía, probar
nuevamente los deliciosos quesos de cabra, garambullos, las gorditas de
panadero, las tortillas hechas a mano, el pinole, las chochas de palma, los
quesos y atole de mezquite, paladear la exquisita agua miel de maguey, el
quiote, los nopales y las deliciosas tunas. Y lo más bello, escuchar la
agradable y armoniosa risa de los niños, y verlos correr por doquier libres y
felices me hizo recordar mi lejana infancia.
Ver la parcela, el desmonte, que, aunque no se
trataba de un bosque por sus áridas tierras, el paisaje era único, sobretodo la
calidad de vida que el campo les brindaba. A lo lejos se divisaba la Sierra
Madre y en la falda del cerro los animales pastando, gente que venía de la caza
de liebres o conejos. Aunque el trabajo era duro los lugareños eran amables
viviendo en armonía, se les veía tan contentos, todo lo contrario, a los
habitantes de la ciudad que viven en constante temor debido a la inseguridad.
Así pasamos los días
disfrutando de la familia, hasta que llegó la fecha de partir prometiendo
volver algún día. Que tristes nos sentimos, nos hubiera gustado quedarnos para
siempre en ese hermoso lugar, pero teníamos que volver a nuestra triste
realidad, a respirar el aire contaminado de la gran urbe de cemento, y a
alimentarnos nuevamente de las carnes congeladas por meses, así como de los
vegetales regados por peligrosos insecticidas.
Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata.
Fotografía: Tomada de la Comunidad
Tapona Moreña Nuevo León.
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