Anécdota.
A pesar
de estar muy pequeña cuando sucedió la anécdota que he de narrar, la tengo
fresca en mi memoria como su hubiese pasado el día de ayer; esto en gran
medida, es gracias a las charlas posteriores que se han venido dando en torno a
tan memorable situación, en más de cuatro décadas entre tantas otras
remembranzas familiares pero, sobre todo, por cuánto la gocé desde su
planeación aún con el fuerte castigo que le sobrevino; todo comenzó con una
pregunta en apariencia inocente de mi parte la noche anterior, cuando cuestioné
a mi madre mientras ella, embarazada, batía la masa para hacernos unas
tortillas de harina para merendar los tres que Eramos de familia y, además,
para mis primos y tíos que como todos los domingos llegarían temprano al día
siguiente, preguntándole sin dejar de mirarla:
-Oye
mami… ¿para qué me das agua… si eso no es comida?…-.
Mi madre
me respondió sin dejar de amasar:
-Ah… para
que tu cuerpo se limpie cuando vayas a hacer pipí…-.
Desde
luego, vino la siguiente pregunta de mi parte:
-¿Y qué
pasa si tomo muuuuucha agua?…-.
Ella, interrumpiendo
su labor, me miró y me contestó de manera juguetona:
-¡Pues
haces muuuuuucha pipí!…-.
Y seguí
interrogando:
-¿Y qué
pasa si hacemos muuuuucha pipí?…-.
Luego de
verme un segundo más, siguió amasando y diciendo en un tono serio:
-¡Pues
que si no aprendes a avisar… mojarás muuuuuucho el colchón!… ¡pero ya… deja de
estar de preguntona… y mejor ve y avísale a tu papá que no tarda en estar lista
la merienda!…-.
Ella,
recuerda aún que extrañamente en esa ocasión le hice caso a la primera; que me
bajé con cuidado de la silla y corrí hacia el patio trasero, en donde se
encontraba mi adorado padre.
Según
referencias, estaba yo por cumplir apenas los cuatro años en unas pocas semanas
y ya era muy parlanchina pero, aparte siendo hija única en ese entonces aunque
faltando poco para el alumbramiento del hermano quien me sigue, estaba muy
mimada por mi padre y también por mi abuelo; en consecuencia además, era una
niña muy caprichosa e igual de berrinchuda; estaba acostumbrada a salirme
siempre con la mía a como diera lugar y, de esa forma, mis primos y primas
mayores a mí por dos o tres años y quienes me tenían igual de consentida, me
cuidaban y hacían todo lo que yo les indicaba desde cuando empecé a decir mis primeras palabras y comenzaron todos a entender lo que yo trataba de decir.
Así que,
a la mañana siguiente y desde muy temprano me desperté con un plan trazado para
recibir a mis cinco primos quienes pronto llegarían, ya que nos visitaban cada
fin de semana; venían de un rancho cercano en una carreta jalada por caballos,
lo cual era el medio de locomoción que prevalecía en ese tiempo y lugar; ese
domingo, me levanté bien temprano ansiosa de que llegaran para poder jugar con
ellos, ya que sólo lo podía hacer con mis perros llamados “Timbar” y
“Sacarrajas”; dos canes de raza grande pero igual de bobos, pues con ellos me
desquitaba cuando especialmente mi madre, no cumplía alguno de mis caprichos;
iba y les mordía las orejas del enojo a los pobres perros que solamente
aullaban del dolor; según yo ese domingo, recuerda mi madre desde entonces,
amanecí con mucha sed.
Y así,
con mi biberón con apenas los últimos restos ya del delicioso té de manzanilla
endulzado con miel de abeja que sigue siendo mi bebida favorita, me senté en
las escaleras de madera las cuales llevaban hasta un largo porche, y de esa
manera esperar impaciente su llegada cuando, luego de unos minutos que se me
hicieron como largos meses, a lo lejos, apareció un pequeño punto en el horizonte
seguido por una nube de polvo; alegremente pude darme cuenta de la carreta que
venía, me metí un paquete entero de chicles a la boca, y corrí a avisarle a mis
padres que mis primos estaban por llegar; no cabía de la euforia, cuenta mi
madre, y que corría de aquí para allá sobándome las manitas, que reía y bailaba
de lo contenta cuanto me sentía, gritando como podía por tantos chicles en mi
boca:
-¡Llegaron
mis primitos queridos… ya llegaron!...-.
Aunque en
realidad, así gritaba de contento cada vez que nos visitaban pero, en Ésta ocasión, platica mi madre aún en la actualidad, que ese domingo por la mañana
lucía especialmente contenta e impaciente y, luego de un rato de correr alegre
y repetir llena de felicidad que ya habían llegado mis queridos y adorados primos, finalmente, la carreta cruzó la entrada de lo que era propiamente la casa del
rancho y su gran patio delantero; aunque mis primos eran mayores que yo al
menos por dos y tres años, me dejaban a mí elegir a qué jugar con ellos, y
luego me daban el trato como si yo fuese de su edad; los caballos al fin se
detuvieron, atendiendo a las riendas que mi tío hábilmente manipulaba, y a su
grito:
-¡Oooooo!…-.
Al ver
las ruedas detenerse apenas y antes de que se levantaran todavía de sus
asientos para entonces poder bajarse de la carreta, cuando la nube de polvo que
los seguía detuvo su viaje un poco más adelante esa mañana sin ápice de viento,
corrí a su encuentro acercándome primeramente a la mayor de mis primas, quien
para cuando yo llegué, ayudaba ya a sus demás hermanos a bajar, al mismo tiempo
que mi tío ayudaba a mi tía por el otro lado de la carreta; en seguida Éste último, le pidió al caballerango del rancho quien ya se había acercado también:
-Por
favor… guárdala en el granero … y en seguida desengancha a los animales para
que reposen a la sombra y tomen agua… vienen muy asoleados…-.
Al
escuchar eso, grité tan fuerte que asusté al caballerango, a los caballos, a
mis padres, a mis tíos y desde luego también a mis primos; rápidamente mi tío,
cuñado de mi padre, se acercó a tomarme entre sus brazos y cariñosamente
preguntar:
-¿Por quÈ
lloras?… ¿te han hecho algo tus primos?...-.
Negué con
mi cabeza y le contesté:
-¡No… no
quiero que se lleven a guardar la carreta!… ¡quiero jugar arriba de ella con
mis primitos queridos!...-.
Mi tío
soltó la carcajada y le ordenó al peón que la dejara en ese lugar, que sólo se
llevara los animales a la caballeriza par que comieran, bebieran y descansaran
del viaje, lo cual me causó una gran alegría; luego del susto, mis padres por
su lado se ocuparon en recibirlos muy contentos de que estuvieran ahí, para
luego invitarlos a pasar al interior de la vieja casona; yo, abrazaba a cada
uno de mis primos de las piernas, para después cada uno por su lado tomarme
entre sus brazos.
Cuando el
peón se llevaba ya a los caballos, les pregunté si también querían jugar en la
carreta y, desde luego mis primas y su hermano menor, Él casi a punto de
cumplir siente años, aceptaron con gusto riendo por la forma en que les hablaba
con tanto chicle en la boca; se les hacía muy gracioso sin saber lo que rondaba
por mi pequeña pero maléfica mente; ellos, jamás imaginaron lo que ese pedazo
de fenómeno, o sea yo aún de tres, les tenía preparado; mi primo como cada
ocasión, gritaba de contento:
-¡Me
gusta venir a Cerros Blancos!...-.
Repetía
una y otra vez pero ahora corriendo alrededor de la carreta, en lo que yo
tomaba de la mano a mis primas y las invitaba a acostarse debajo de la carreta;
cuando le llamé a mi primo para que dejara de correr y se acostara también así
lo hizo y, una vez los cinco mirando al cielo y sin moverse, le empecé a pegar
el chicle que masticaba desde hacía rato en los ojos a cada uno de ellos,
quienes sólo reían divertidos; nunca se defendieron, yo podría hacer con ellos
lo que quería, al fin era la prima bebé.
Después
de que terminé de pegarle las pestañas entre sí a la última de mis primas, me
subí como pude a la carreta y, desde arriba, los oriné. Fue entonces que
reaccionaron y corrieron a ciegas hacia donde sus padres y los míos, quienes
muy sorprendidos luego de saber la historia, les preguntaban ayudándolos a
quitarse el chicle de las pestañas:
-¿Cómo es
posible que esta bebé les haya hecho esto… si ya son unos grandulónes?…, ¡pero
vemos que aparte de grandes… son tontos!…-.
Terminó
diciendo mi tío; mi madre por su lado, toda apenada, no encontraba dónde
meterse de la vergüenza por lo que yo había hecho con mis pobres primos; aunque
claro que después de cuando las visitas se fueron, mi madre quien estaba en contra
de los mimos de mi padre y mi abuelo, me dio mi merecido.
Lo más
importante de esta anécdota, es que mis primos mayores que yo, todos, jamás me
guardaron rencor, siguieron sobreprotegiéndome siempre, aunque a mí, al paso de
los años, me da pena verles.
Esta es
una historia real conocida y comentada por toda mi familia desde entonces, en
donde yo, fui una pequeña pero tremenda villana, aunque luego de eso el cariño
y la estimación que me guardan mis primas y el primo hasta la fecha, es y ha
sido una gran lección para mí.
Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata.
Imagen tomada de Google.
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