El sol poniente teñía de naranja y rosa los tejados de
Madrid, pintando un lienzo romántico sobre la Plaza Mayor. Elena, con su cabello rubio recogido en un
moño despeinado y los ojos brillantes de emoción, se sentaba en una de las
terrazas, observando a la gente pasar.
Esperaba a Daniel, un arquitecto con una sonrisa traviesa y unos ojos
que parecían guardar secretos milenarios.
Se habían conocido en una exposición de arte moderno, una chispa entre
el caos de colores y la música experimental.
Desde entonces, Madrid se había convertido en el escenario
de su romance. Habían paseado por el
Parque del Retiro, compartiendo helados y secretos bajo la sombra de los
árboles centenarios. Habían explorado
las callejuelas laberínticas del Barrio de la Latina, descubriendo pequeños
tesoros escondidos entre las tiendas de artesanía y las tabernas
tradicionales. Habían subido al Templo
de Debod, presenciando una puesta de sol que parecía pintar el cielo con los
colores del amor.
Esta noche, sin embargo, era diferente. Daniel le había prometido una sorpresa, una
velada que prometía ser inolvidable. La
impaciencia carcomía a Elena, pero también la emoción. El sonido de unas botas acercándose la hizo
levantar la vista.
Daniel, con un ramo de rosas en la mano –sus flores
favoritas–, se acercó con una sonrisa radiante.
"Perdón por la tardanza, preciosa.
Tenía que asegurarme de que todo estuviera perfecto".
Elena sonrió, sus ojos brillando con una mezcla de amor y
curiosidad. "Y… ¿cuál es la
sorpresa?", preguntó, su voz apenas un susurro.
Daniel le tomó la mano, sus dedos entrelazándose con los de
ella. "Cierra los ojos", dijo,
su voz baja y cálida.
Elena obedeció.
Sintió el suave roce de la tela de su vestido contra la piel de Daniel
mientras la guiaba a través de las calles empedradas. El aroma de las flores, el murmullo de las
conversaciones, el sonido de las castañuelas a lo lejos… todo contribuía a la
magia del momento.
Finalmente, Daniel se detuvo. "Ya puedes abrirlos", susurró.
Elena abrió los ojos y se quedó sin aliento. Se encontraban en un pequeño patio escondido,
un oasis de tranquilidad en medio del bullicio de la ciudad. Una mesa estaba puesta para dos, adornada con
velas y pétalos de rosa. Una guitarra
española descansaba en una silla, esperando ser tocada.
La noche se desarrolló como un sueño. Daniel le cantó canciones de amor, su voz
resonando con la pasión de su corazón.
Compartieron una cena romántica bajo las estrellas, sus risas
mezclándose con el sonido de la fuente cercana.
Madrid, con su encanto innegable, se convirtió en un testigo silencioso
de su amor.
Al final de la noche, bajo la luz de la luna, Daniel se
arrodilló, un pequeño estuche aterciopelado en la mano. "Elena, ¿te casarías conmigo?",
preguntó, su voz llena de emoción.
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Elena, lágrimas de
felicidad pura. "Sí, sí, mil veces
sí", susurró, su voz llena de amor.
Madrid, la ciudad de los sueños, había sido el escenario perfecto para
el comienzo de su eterna historia de amor.
Imagen de Google.
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