Se sentía repudiado, porque escuchaba decir a los
humanos cuando se cruzaban con él:
-¡Qué horrible!...
¡asqueroso!
Y es que, él, sí era
diferente a todos. Sus ojos saltones y vivos se asemejaban a los de un sapo, era
color verde y tenía ralas escamas en su cuerpo de anfibio, pero tenía una extraña
joroba como viviente que lo hacía ver más pequeño, como encorvado. Sus dientes
eran filosos y grandes, daba la impresión de sonreír todo el tiempo. Pero por
dentro, no era muy diferente a todos. Lo único que lo diferenciaba de fondo era
que, a él, sí que le dolía en verdad mirar el sufrimiento de los niños. Su cuidador
quien más bien parecía su dueño, le decía que los humanos eran malvados, que
por dinero abandonaban a sus hijos en manos de cualquier extraño. Por eso él,
padecía como el mismo Carlitos sufría el abandono de sus padres millonarios debido
a los negocios que tenían; así que, si su nuevo amigo corría con suerte, veía a
sus padres un par de veces a la semana y por un rato nada más y no de tan buena
calidad porque, aparte, por andar en sus arrumacos subidos de tono parecían no
percatarse de que estaba ahí el pequeño de seis años apenas.
-¡Tú, eres mi único
amigo!...-, le repetía Carlitos a cada rato, y agregó esa tarde:
-¡Eres el único que
me sabe comprender… sé que no hablas, pero que sí entiendes todo lo que te
digo!
Tracio, se quedó
mirándolo por largo rato, dándose cuenta que en este Mundo no era el único que
sufría rechazo, aunque, sobre todo, se sentía útil haciéndole compañía a su
amigo Carlitos, y por lo mismo también estaba feliz con él.
Llegado el día de la
séptima órbita al Sol del hijo solitario, sus padres andaban de viaje y al
parecer ni se acordaron pues ni una llamada recibió desde Atenas, adonde
andaban para esas fechas. Entristeció tanto que sin pensar en lo que hacía, le
dijo a Tracio:
-¡Quiero irme de
casa!
Los ojos saltones
como de sapo lo observaron un rato y, ese amigo de hace dos meses apenas, con
su diestra de tres dedos nada más al igual que sus demás extremidades, tomó la mano
izquierda de Carlitos y lo guió hasta la montaña cercana, de donde llegó. Su
memoria de lagarto sólo recordaba la cueva de donde salió sin saber quiénes eran
sus progenitores ni tampoco ningún antecedente de nada. Solamente tenía preciso
que, él, haría lo que fuera por su amigo cumpleañero. Y, si el pequeño jorobado
color verdoso no sabía cómo se desarrollaría, Carlitos mucho menos, así que lo
siguió emocionado y soñando embarcarse con Tracio, como él mismo lo nombrara,
en un viaje por altamar para ser un temible pirata.
De esa forma se
internaron en el bosque que precedía a la imponente montaña, adonde casi en las
faldas pronto llegaron a una cueva oculta detrás de una cortina de agua la cual
tenía cierta dificultad evadir para poder entrar a la caverna. Al rato de haber
llegado y como si ese lugar tuviese alguna energía definitoria con los sucesos
que sorprendieron a ambos, instintivamente, Tracio se colgó de sus extremidades
inferiores agarrado con sus tres dedos como ventosas de una saliente rocosa y,
como en cámara rápida, se convirtió con su propia saliva en un capullo. Por su
lado Carlitos, se sintió obligado a permanecer con él cuidándolo mientras
estuviese indefenso; por otra parte, leía mucho y sabía cómo mantenerse vivo
comiendo determinado tipo de frutos, hongos y raíces. Dos semanas más tarde,
sus padres regresaron justo el día cuando Tracio mostró el resultado de su
metamorfosis; creció mucho y su boca era aún más grande también.
A la otra mañana no
muy lejos de ahí, en casa de Carlitos, su padre de nombre Eugenio, extrañado,
le preguntó a su amada esposa:
-¿Y Carlitos?... ¿lo
has visto?
Alzando un poco los
hombros y con expresión de extrañeza también, Gabriela respondió:
-No… para nada…
desde que llegamos ayer por la tarde.
Y, así, pasó la noche
hasta el amanecer siguiente cuando salieron a montar caballo, y frente a ellos
apareció de entre la bruma Tracio, viniendo de la montaña. Esta vez, les causó
más asombro y terror que cuando anduvo hacía poco por el poblado buscando
básicamente ser aceptado; sólo que hoy, más grande y bocón tenía el frente como
las grandes víboras cuando recién se han comido un becerro entero, pero ahora
la figura era de un niño como pidiendo auxilio con sus brazos extendidos y sus
manos abiertas. Algo iba a decir Gabriela, cuando Tracio habló. Sí, habló luego
de eructar, diciendo con voz grave y como de eructo:
-¡Qué rico estaba
Carlitos!
Gabriela rió, y
exclamó en seguida:
-Eso te iba a decir…
que la figura me lo recordaba.
-¡Ja, ja, ja!...-,
rieron ambos y Eugenio dijo entre risas:
-¡Igual me lo
pareció!
Se abrazaron, se
besaron largamente, se subió cada cual a su caballo y se marcharon alegres al
paso, seguidos por Tracio; sintiéndose éste útil por haber liberado a su amigo de
esos padres, aunque al mismo tiempo por haberlos hecho reír tanto. Sin imaginar
ni saber ninguno de los tres, que la pareja seguiría el mismo destino de
Carlitos.
Autoría:
Ma Gloria Carreón Zapata.
©
(Copyright)
Imagen
tomada de Google.
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