"El que es fiel en lo muy
poco, es fiel también en lo mucho; y el que es injusto en lo muy poco, también
es injusto en lo mucho." - Lucas 16:10.
El frío de la víspera de Navidad
se adhería a Sebastiano Valverde Urrutia como un sudario. Sentado en una banca
helada de la plaza central, Don Sabas, como le conocían los otros desamparados,
se deleitaba con el espectáculo de la ciudad que celebraba sin él.
El aire vibraba con el brillo de
guirnaldas eléctricas y las figuras luminosas de ciervos y Papá Noel que
parpadeaban en las vitrinas. Era una postal de la felicidad que él mismo había
forjado para su familia, una que ahora le resultaba extraña e inaccesible.
Una profunda punzada de
nostalgia lo golpeó: el recuerdo de Luz Elena, el amor de su vida, y la amarga
ingratitud de sus tres hijos. Había trabajado la tierra y el negocio con las
manos callosas, asegurándoles un futuro sin sombras. Pero hacía dos años, tras
la muerte de su esposa, sus hijos lo habían enviado al asilo, despojándolo de
sus bienes con la fría excusa de "no tener tiempo".
El asilo fue una cárcel de malos
tratos. Don Sabas se había fugado al cabo de un año. Ahora, prefería la incertidumbre
de la calle: vivir en libertad, limpiando parabrisas o ayudando con bolsas de
supermercado a cambio de unas monedas.
Dormía donde la noche lo
alcanzaba, protegido únicamente por un gran trozo de cartón, la lealtad
silenciosa de su perro y un respeto inesperado que se había ganado entre los
mendigos y maleantes de la zona, a quienes a veces compartía su magro botín.
Su único tesoro material, aparte
de su fiel can, era una Biblia vieja y roída, la cual abrazaba celosamente bajo
su abrigo. La sacaba en los momentos de mayor soledad, perdiéndose en una
lectura que nunca terminaba.
A pesar de todo, Don Sabas
conservaba un rescoldo de espíritu navideño. Se acercó a una fuente del parque
para lavarse las manos y regresó a su "piltra", como llamaba a la banca.
Sacó su Biblia y la apretó contra su pecho.
En el silencio denso de la
noche, las lágrimas comenzaron a fluir sobre su rostro. Se arrodilló sobre el
cartón helado, musitando su oración:
— Perdónales, Padre, no saben lo
que hacen. Fue más fuerte su ambición que el amor hacia mí... —Y en un acto de
fe inquebrantable, dio gracias por la vida y la felicidad que sí había
conocido.
De repente, unas manos tibias lo
tocaron en la espalda. Al voltear, vio a un hombre tan desvalido como él, un
mendigo, que le ofrecía una sonrisa cansada y un trozo de torta. Lo ayudó a
levantarse.
Se sentaron juntos en la banca,
dos sombras compartiendo un precario banquete.
—No te lamentes, compañero —dijo
el extraño, cuyo rostro parecía envuelto en una luz sutil—. Las cosas pasan
porque tienen que pasar. El dinero no lo es todo en la vida.
Don Sabas devoró el alimento con
gratitud. —No me lamento, amigo. Si Dios así lo quiso, acato su voluntad. Lo
que me duele es la actitud de mis hijos. Aunque no les guardo rencor, los comprendo...
Y así, mientras la noche
avanzaba, se cubrieron con periódicos y cartones, dos viejos desdichados
compartiendo las tristes historias de sus vidas hasta que el cansancio los
venció.
La Revelación.
Era aún de madrugada. La brisa
gélida despertó a Don Sabas, que tiritaba. Acomodó los periódicos y, de pronto,
una luz resplandeciente lo cegó. Una voz profunda, sin un origen discernible,
resonó en el aire:
—No temas, Sabas, y pon atención
a mis palabras.
Creyendo que soñaba, Don Sabas
solo pudo asentir, tallándose los ojos.
—Busca en tu libro, Sabas, y
refúgiate en ellos. Los niños te necesitan. Ya no estarás más solo.
Tan rápido como apareció, la luz
se desvaneció, devolviendo el silencio y la oscuridad. Don Sabas buscó a su
amigo de la noche para contarle el extraño suceso, pero el cartón a su lado
estaba vacío. El hombre se había ido sin dejar rastro.
—¿Pero adónde habrá ido, si aún
no amanece? —se preguntó.
Confundido, buscó en el bolsillo
interior de su vieja chamarra. No recordaba haberlo puesto allí, pero sus dedos
tocaron un sobre sellado. Corrió hacia la luz amarillenta de un poste para leer
el contenido.
Abrió el sobre con manos
temblorosas. Dentro, encontró documentos y una carta. Al leer las cifras y el
nombre del notario, el aire se le fue de los pulmones.
¡Era el dueño de una gran
fortuna!
No era una limosna, ni una
pequeña herencia. El menesteroso, el compañero de infortunio, le había legado
una inmensa riqueza.
—¡Soy... soy millonario! —gritó,
su voz desgarrando el silencio del alba que comenzaba a clarear. Levantó el
rostro hacia el cielo, un torrente de gratitud borrando el llanto anterior.
Nunca en su vida de arduo
trabajo habría imaginado reunir tal cantidad de bienes.
El Retorno del Niño.
Esperó a que la ciudad
despertara. Con el sobre apretado en las manos, se dirigió a la dirección del
notario. Una hora más tarde, el notario certificó que, en efecto, Sebastiano Valverde
Urrutia era el único heredero del excéntrico y millonario pianista Alejandro
Charpenteir, desaparecido hacía años.
Se despidió del escriba y, tras
realizar los trámites bancarios urgentes, se dirigió a una tienda de ropa para
comprar un atuendo presentable. Su siguiente parada fue la Juguetería del
Ángel, un vasto almacén repleto de carros de madera, muñecas de porcelana y
peluches gigantes que había visto mil veces desde la acera, pero que jamás
había podido pisar.
Al cruzar el umbral, el olor a
pino fresco, plástico nuevo y caramelo lo golpeó. Por un instante, Sebastiano Valverde
Urrutia, el millonario sin hogar, desapareció. En su lugar, estaba Sabas, el
niño de ocho años, que corría descalzo por los campos y soñaba con un tren de
cuerda.
Una risa auténtica, pura e
infantil, le brotó de lo más profundo del pecho. Un joven empleado se acercó
con cautela. En cambio, Don Sabas, con los ojos húmedos por la alegría y el
recuerdo, señaló un estante completo.
—Quiero esos veinte caballitos
de madera. Y todas las cajas de bloques de construcción. ¿Podría prepararme
cien bolsas grandes, cada una con un juguete diferente y un dulce? Que no falte
nada.
El empleado, boquiabierto,
comenzó a tomar nota, mientras Don Sabas se perdía entre los pasillos. Se dio
cuenta de algo fundamental: a pesar de los años, del dolor y la traición, no
había perdido al niño que todos llevamos dentro. Ese niño, libre de rencores y
lleno de asombro, era el que ahora iba a compartir su milagro.
La Alegría de la Noche Buena.
La Juguetería del Ángel cumplió
su promesa. Don Sabas se dirigió al Hogar San Nicolás, un orfanato modesto y
antiguo, justo al anochecer de la Nochebuena. Varias camionetas cargadas con la
generosidad de su nueva fortuna lo siguieron.
Al entrar al patio, las luces
navideñas que él había mandado instalar esa misma tarde centelleaban con un
brillo renovado.
Mientras los ayudantes
descargaban los juguetes, los niños, que habían sido reunidos en la sala común
para la cena, empezaron a asomar sus cabezas curiosas por las ventanas.
Don Sabas se acercó a la puerta
de la sala. Al abrirla, se encontró con una multitud de ojos fijos. Había niños
pequeños que apenas caminaban y adolescentes melancólicos. Simplemente sonrió,
extendió los brazos y les dedicó una mirada llena de una ternura que había
estado guardada por décadas.
—¡Feliz Nochebuena! —dijo Don
Sabas, y su voz, que había sido grave y áspera por el frío de la calle, sonó
cálida y resonante.
La primera reacción fue el
silencio. Luego, una niña pequeña, de unos cinco años y vestida con un suéter
remendado, rompió la barrera. Creyendo que se trataba de Santa Claus, se lanzó
hacia él.
—¡Llegaste, llegaste! —gritó con
una fe absoluta.
Don Sabas se arrodilló, la
abrazó con fuerza y la levantó.
Ese abrazo fue la señal. Como
una marea contenida, los demás niños se abalanzaron. Ya no era un extraño; era
la promesa tangible de un milagro. El patio se convirtió en un manicomio de
alegría. A medida que abrían las bolsas llenas de juguetes nuevos, los gritos
de júbilo inundaron el lugar.
Al ver a cada niño abrazar su
regalo, protegiéndolo como un tesoro, Sebastiano sintió que la herencia que
había recibido no era de dinero, sino de propósito. El dolor de la traición de
sus hijos se disolvió en la calidez de esos abrazos.
Epílogo: El Milagro Consumado.
Con la llegada del Año Nuevo,
Sebastiano Valverde Urrutia decidió que su hogar no sería una mansión, sino el
Hogar San Nicolás. Se mudó oficialmente al orfanato, aceptando una pequeña
habitación.
Don Sabas se convirtió en el
patriarca no oficial del orfanato. Su gran fortuna fue canalizada a través de
una fundación destinada a los niños desamparados, asegurándose de que cada
centavo se utilizara para mejorar el hogar y financiar la educación de cada uno
de sus pequeños "nietos".
Él no era solo el benefactor,
sino un colaborador activo. Se le podía encontrar felizmente ocupado en los
menesteres diarios: reparando un columpio, leyendo en voz alta la Biblia a los
más pequeños antes de dormir, o simplemente sentado en el patio, con su fiel
perro a sus pies.
En cuanto a sus hijos, un par de
meses después intentaron contactarlo al enterarse de la inmensa fortuna. Don
Sabas, sin rencor, les envió una carta breve. Les informaba que había
encontrado su verdadero hogar y su verdadera familia. Les explicaba que el
dinero ya no le pertenecía, sino que era propiedad de los niños.
"El que es fiel en lo muy
poco, es fiel también en lo mucho", les escribió, citando el versículo que
había sido su mantra".
Don Sabas había perdido la fe en
ellos, pero nunca había perdido la fe en el amor incondicional. Había sido despojado
de lo mucho y de lo poco, solo para recibir un regalo infinitamente mayor: la
oportunidad de vivir una vida de propósito, rodeado de la alegría pura de la
infancia que él mismo había salvado.
Y así, Sebastiano Valverde
Urrutia, el hombre que una vez durmió en una banca, vivió sus días en plenitud,
demostrando que el verdadero Milagro de Navidad no está en recibir, sino en
saber dar y amar.
Autora : Ma. Gloria
Carreón Zapata
@copyright.
15/12/2024.
Imagen de Google.

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