El ocaso teñía la tarde de un rojo profundo mientras el sol
se hundía en el horizonte. Un silencio denso reinaba. Tania se dirigió al gran
salón, sintiendo una melancolía persistente que pesaba sobre ella como un
collar de plomo.
La agobiante soledad la devolvía a su juventud, al momento
exacto de su sacrificio. Ella había contraído matrimonio sin amor, impulsada
por una responsabilidad vital: asegurar un futuro y un apellido a la pequeña
vida que dependía de ella. Había elegido entre el deber y el afecto verdadero,
y esa elección la había encadenado. Ahora, después de tantos años, se
preguntaba: ¿Qué hubiera sido de su vida si no hubiese elegido su actual
camino?
Un cegador hilillo de luz se colaba por el dintel de la
ventana, iluminando su rostro pálido. Sentada sobre el ancho y lujoso sofá, la
hermosa mujer –alta, esbelta, de tez blanquecina, y cuya belleza natural se
acentuaba a pesar de rebasar los cuarenta años– evocaba su lánguido presente y
su añorado pasado. Bien se dice que no hay peor soledad que la que se vive en
pareja.
Esposa de un reconocido actor, daba largas y nerviosas
bocanadas al cigarrillo. Se sentía desesperada, inútil, justo como le había
susurrado a lo largo de los años el hombre con el que vivía: aquel apuesto
gigante de un metro ochenta, mirada fría y carácter indomable. El tirano a
quien le había dedicado su vida entera y con quien había criado dos hermosas
gemelas.
Al lado, en el pequeño buró, se encontraba una antigua
lámpara de gran valor sentimental para ella, pues la había adquirido en un
viaje que hizo hacía dos años por América, y fue precisamente ahí en donde
vivió su más terrible pesadilla. La lámpara le recordaba un tiempo en que el
actor le había prohibido trabajar, insistiendo con fría convicción que ella era
su posesión y él podía disponer de su vida a su antojo.
Una lágrima solitaria rodó por su rostro al evocar aquel
nefasto día: el día en que su propio marido la había ofrecido a su mejor amigo.
Era un secreto enterrado que ella se obligaba a desenterrar, trayéndolo a
colación cada vez que la opresión se hacía insoportable. Él la amaba, sí, a su
manera. La cuidaba como un trofeo de altísimo valor, y ella lo adoraba igual.
Pero su amor no bastaba para llenar el vacío que su constante ausencia, dictada
por su apretada agenda actoral, había creado.
Tania se recompuso. Una oleada de determinación ahogó por un
instante el agobio. Se dio cuenta de que el lujo de la mansión, el confort
vacío que la rodeaba, valía infinitamente menos que su propia libertad. Había
terminado. Las cosas materiales no podían comprar la felicidad, ni borrar la
humillación. Iba a abandonarlo, y punto.
Pero justo cuando el coraje le llenaba el pecho, una voz, la
voz gélida de su marido, resonó en su mente, trayendo consigo el recuerdo de la
amenaza que siempre la había mantenido encadenada: "Si te atreves a irte,
el mundo sabrá la verdad de esa niña. Y te la quitarán, Tania.
Te juro que te la quitarán."
Tania cerró los ojos y tragó el miedo. No podía quedarse.
Las amenazas del actor ya no eran solo para ella; la violencia intrafamiliar y
el ambiente tóxico estaban afectando a sus gemelas. El riesgo era inmenso, pero
el futuro de sus hijas valía más que su propia libertad. En silencio, con el
corazón latiendo a una velocidad de pánico, puso en marcha el plan que había
tejido en secreto durante meses.
El Eco de la calumnia.
A la mañana siguiente, Tania ya estaba lejos. Se refugió en
la casa de sus padres, el único lugar que sintió seguro. La huida fue brutal,
pero liberadora. Pronto, la mujer que se sentía "inútil" bajo el yugo
de su esposo, demostró su verdadero valor: desempolvó su título de Química
Farmacéutica Bióloga y, en poco tiempo, encontró trabajo en unos reconocidos
laboratorios. Con la ayuda de su familia y su esfuerzo profesional, pudo sacar
a sus hijas adelante.
La calma en la vida de Tania duró lo que tardó en explotar
el primer chisme. El actor, ese gigante cruel, había cumplido su amenaza.
Usando sus amistades en la farándula y la prensa, no solo divulgó el secreto de
la adopción de la niña mayor, sino que lo retorció en una calumnia mezquina: la
acusó de haberle arrebatado a la niña a su verdadera madre y de ser una
manipuladora fría que solo buscaba la fortuna del actor.
Los susurros la seguían por los pasillos de los
laboratorios. Fue en ese ambiente enrarecido donde apareció Ricardo, un
compañero del área de investigación. Al principio, su ayuda era meramente
profesional, pero pronto se convirtió en un escudo contra la injusticia,
ofreciéndole su apoyo incondicional.
Cuando el actor se dio cuenta de que Tania no solo seguía en
su puesto, sino que se apoyaba en una red creciente de afecto, arremetió con un
segundo ataque, más sucio y personal. A través de terceros, difundió el rumor
de que Ricardo no era un simple compañero, sino el "amante de turno"
de Tania, un cómplice en su supuesto plan para saquear las finanzas del actor.
Lejos de asustarse, Ricardo, indignado por la bajeza de la mentira, se
convirtió en un aliado incondicional.
Al mismo tiempo que reconstruía su vida financiera, Tania
también sanaba su espíritu. Se unió a un grupo de apoyo para mujeres
maltratadas, encontrando en la sororidad la fuerza que nunca tuvo en su
matrimonio. Inspirada por su propia experiencia, comenzó a alzar la voz,
invitando a las mujeres a denunciar el maltrato físico y psicológico y, sobre
todo, a no callar. Su empatía se extendía más allá de su género, pues estaba
consciente de que muchos hombres también eran víctimas y guardaban silencio por
vergüenza.
La Negación y el Intento de Aniquilación.
Tania se puso en contacto con Elena, su abogada, para
iniciar la batalla. La primera citación judicial llegó al buzón del actor:
Medidas de protección urgentes por violencia intrafamiliar y difamación.
En la corte, Tania y Elena demostraron el perfil narcisista
y psicopático del actor, usando como testimonio principal la historia de la
prohibición de trabajar y el intento de venta a su mejor amigo en América. El
actor, en cambio, se presentaba ante el juez como un padre ejemplar, víctima de
una mujer despechada y celosa.
El día del veredicto, el juez, presionado o escéptico ante
la falta de pruebas "tangibles" de la agresión física, dictaminó: Se
negó la custodia total a Tania. La resolución estableció una custodia
compartida y regulada, dando al actor amplio acceso a las niñas.
El actor llamó a Tania, su voz fría era ahora un rugido
herido de soberbia: "¡Eres una estúpida, Tania! Nadie abandona un trofeo
sin pagar las consecuencias. Creíste que podías irte de mis manos, pero no. No
solo perderás a esa niña que robaste, perderás a las dos. Mi único fin ahora es
destruirte, y te voy a quitar a mis hijas."
Tania no respondió a la amenaza. El temblor en sus manos era
la confirmación del terror, pero la calma en su corazón era la aceptación de la
guerra que venía.
Para el actor, ganar la custodia no era suficiente; Tania
debía ser aniquilada por su desafío. Dos días después del fallo, Tania salía a
última hora de los laboratorios. Un vehículo, acelerando a toda velocidad, se
abalanzó sobre ella. Era el coche del actor. Tania alcanzó a ver un destello de
su mirada fría y triunfante al volante justo antes del impacto.
El golpe la lanzó contra la pared. El actor huyó de la
escena.
Tania quedó tendida, el dolor inundando su conciencia, pero
viva. Sus compañeros salieron corriendo al escuchar el estruendo. Ricardo, con
el rostro blanco, llamó inmediatamente a emergencias.
El intento de asesinato no solo falló, sino que proporcionó
la prueba que la justicia había tardado en encontrar. La policía, alertada por
las denuncias previas, localizó el vehículo y al propietario. El perfil del
actor se desmoronó.
Finalmente, las acciones de su narcisismo psicopático
quedaron expuestas sin el velo de la fama. El actor fue detenido y encerrado en
prisión, acusado de intento de homicidio calificado. El caso de custodia se
reabrió de inmediato.
Desde su cama de hospital, rodeada de sus padres y de
Ricardo, Tania se enteró de la noticia. Había perdido la batalla en la corte,
pero había ganado la guerra. Por fin, la amenaza se había disuelto, y sus hijas
estaban seguras. La nueva Tania ya no era un trofeo, sino un faro para aquellos
que, como ella, habían encontrado su fuerza en la libertad.
Autora : Ma. Gloria Carreón Zapata.
Imagen tomada de Google
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