lunes, 15 de diciembre de 2025

MILAGRO DE NOCHEBUENA

 

 




 

​Eran las siete de la tarde del veinticuatro de diciembre y en nuestro humilde hogar, mi madre, mis dos hermanos y yo esperábamos ansiosos el regreso de mi padre. Llevaba años trabajando en San Antonio, Texas, a solo dos horas de Villa de Fuente, visitándonos cada fin de semana. Por eso, la Nochebuena debía pasarse en familia. La cena estaba lista y las horas se nos hacían eternas, una espera que se volvía cada vez más tensa.

​De pronto, el ruido de un coche al estacionarse nos hizo saltar. Mis hermanos y yo salimos corriendo, atropellándonos, en nuestra carrera por ganar el primer abrazo de papá (el primero sería el consentido, creíamos). Pero, por desgracia, no era él. Eran la madre superiora Sor Virginia y Amparo, del Colegio México, quienes mantenían la tradición de traernos buñuelos. Al ver que no era el abrazo esperado, regresamos cabizbajos, sin prestar la menor atención a los sabrosos buñuelos que con tanto cariño preparaban las monjas.

​Las horas siguieron pasando sin que mi padre diera señales de vida. La cena de Nochebuena, preparada con tanto esmero, quedó intacta. Desconsolados, y convencidos de que una Navidad sin él no era motivo de festejo, nos fuimos a la cama.

​Era casi la madrugada cuando el ruido de un coche rompió el silencio. Con sumo cuidado, para no ser descubierta, me asomé por la esquina de la ventana. La luz de los faros lastimó mis pupilas, impidiéndome ver con claridad quién había llegado. Se nos había dicho que Santa Claus llegaba en trineo, así que descarté que fuera él quien traía los juguetes.

​Sin importarme nada, me deslicé de la cama, procurando no hacer el más mínimo ruido para esconderme debajo. Sentía el frío calándome hasta la médula de mis huesos, pero tenía que quedarme quieta.

​En ese instante, recordé con pánico que había olvidado dejar el vaso de leche con galletas al hombre barbado. Salí corriendo hacia la cocina; él entraría por la chimenea, así que no me vería, me consolé en silencio.

​Ya de regreso, aún con el vaso y las galletas en la mano, un ruido me hizo reaccionar. Los pies de alguien... se oían en el tapete que mamá ponía afuera, un sonido idéntico a cuando papá limpiaba sus zapatos. Luego, el tintineo de un manojo de llaves. Alguien estaba a punto de meter una llave en la cerradura. ¡La puerta! ¡Santa Claus no entraría por la chimenea como nos habían prometido!

​Agitando mis movimientos al máximo, me apuré a dejar el vaso y las galletas sobre una mesita de la cocina para volver a mi escondite. Ya en mi privilegiada posición de vigía, lo primero que alcancé a ver fue que empujaban una caja enorme sin envolver. Era un hombre desconocido y, detrás de él, ¡mi padre! Finalmente supe que había llegado en un taxi.

​Quedé muda de la emoción. Era mi padre, pero ¿y Santa?, me cuestioné. Sin poder contenerlo, un grito de alegría salió de mi garganta:

—¡Papito... papito... llegaste!—

​Fue tanta la emoción que desperté a mis hermanos y a mi madre. Segundos después, abrazada de su cintura, sentí que me aventaban. Eran mis hermanos, que ante tal alboroto, nos arrollaban tratando de abrazar a papá. Mi madre, con una sonrisa dibujada en el rostro, nos abrazó a los que alcanzó, pero yo jamás me solté de mi padre, aunque mis hermanos me pisaran y me jalaran las trenzas.

​Serían las tres de la madrugada cuando por fin nos sentamos todos a la mesa para disfrutar la rica cena navideña. La emoción nos había abierto el apetito: devoramos todo, incluso los buñuelos que horas antes habíamos despreciado. Aquella cena fue la más sabrosa de mi vida, un inolvidable festín.

​Terminada la comilona, se dejó escuchar la voz amorosa de mi madre:

—¡A la cama, niños!—

​Supuse que tendría muchas cosas que comunicarle a mi padre, pero nosotros queríamos seguir a su lado. Con tristeza, pensé: ¿Cómo se le ocurría a mi madre enviarnos a dormir? Con lo felices que nos sentíamos, lo último que queríamos era conciliar el sueño.

​De pronto, mi madre me preguntó:

—¿Qué te pasa, hija? Te veo inquieta, triste.

​A lo cual respondí con palabras entrecortadas:

—Nada, má. Solo estoy pensando que Santa no llegó.

​Mi madre, con una leve sonrisa, volteó a ver a mi padre; él le devolvió el gesto, guiñándole un ojo. Y yo seguía cuestionándome: ¿Por qué papá llegaba casi de madrugada y, ahora, Santa no aparecía por ningún lado?

​Al instante, recordé algo que habíamos olvidado: la gigantesca caja sin envolver. Corrí hasta donde estaba y, cuál sería mi sorpresa. Estaba llena de juguetes, pero ¿serían todos para mí o tendría que compartirlos con mis hermanos? Ninguno tenía destinatario.

​Escuché de nuevo la melodiosa voz de mi madre invitándome a retirarme a la cama. Pero yo no dormiría esa noche, no. Yo tenía que esperar a Santa para ver de quién eran esos juguetes. Se me ocurrió algo: fingiría dormir para luego despertar a mis hermanos.

​Así que, luego de un rato, me dirigí a sus camas y, sin hacer ruido, todos comenzamos a sacar los juguetes. Los separamos, concluyendo que eran nuestros. Pero yo seguía inquieta: ¿Y si algo le había pasado a Papá Noel? ¿O tal vez se había encontrado a mi padre en el camino y se había ahorrado el viaje? ¿O si mi padre era Santa y no le dimos tiempo de envolver los juguetes y ponerse el traje?

​Preguntas todas que quedaron sin resolver, pero que intuitivamente decidí callar. Más adelante, recordé un dicho de mi madre, y supe por qué había guardado silencio: Quienes dejan de creer en Santa, él deja de llevarles juguetes.

​Otra certeza que tengo ahora es que aquella fue la Navidad que marcó de forma definitiva la etapa más hermosa de mi vida: mi maravillosa infancia.



Autora: Ma. Gloria Carreón  Zapata.

Imagen tomada de Google.

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