El Señor Esteban, con sus ochenta y dos diciembres a
cuestas, era un hombre que vivía al compás de la exactitud. Su tienda, "La
Aguja de Oro", era el corazón silencioso de la calle Mayor, un pequeño
refugio donde miles de engranajes marcaban el tiempo con precisión prusiana.
Justo en la víspera de Nochebuena, la nieve caía sobre el pueblo de Villahora
como un manto de azúcar glas, pero dentro, el aire era frío y quieto.
Esteban estaba sentado en su banqueta, ajustando el muelle
de un antiguo reloj de bolsillo, uno que él mismo había reparado para su
esposa, hace ya tantas Navidades. Desde que ella se había ido, el tiempo para
él no había avanzado, solo se había repetido: tic-tac, tic-tac, sin promesa de
futuro ni calor de presente.
De pronto, la puerta de cristal tintineó. Entró una niña,
no más alta que el péndulo de un reloj de pared, envuelta en un abrigo rojo que
parecía prestado. Sus ojos grandes e inquisitivos recorrieron la pared, donde
cientos de relojes de cuco, de sol y de arena guardaban su turno.
-Buenas noches, señor -, dijo la niña con una voz que era
como el repique de una campanilla—.
Mi mamá dice que usted es el único que puede arreglar lo que
se ha roto.
Esteban suspiró. Odiaba la Navidad y sus prisas.
-Si es un reloj, lo arreglaré. Si es algo más, no tengo
herramientas.
La niña desdobló con cuidado un pedazo de tela. No era un
reloj. Era una vieja caja de música de madera, gastada y sin pintura, que
representaba una diminuta escena navideña.
-Se llama "El Vals del Muérdago". Mi abuela me la
dio, pero dejó de tocar.
Es lo único que me
queda de ella, y sin su música, la Navidad no suena.
Esteban frunció el ceño. Las cajas de música no eran su
especialidad, eran demasiado frívolas y emocionales, a diferencia de la lógica
limpia de un reloj. Quiso negarse. Quiso decirle que volviera mañana, que hoy
cerraba. Pero la frase "sin su música, la Navidad no suena" se le
clavó como una espina en su propio corazón.
Tomó la caja con dedos expertos y la abrió. Por dentro, el
tambor de púas estaba intacto, el peine de metal relucía sin daño visible. El
problema no era mecánico; era el alma de la pieza la que se había detenido.
Entonces, notó algo peculiar. Entre los pequeños dientes
del peine, había un diminuto pedazo de papel, casi invisible, atascado. Lo tomó
con unas pinzas finísimas. Era un fragmento de una tarjeta, y en él, escrita
con una letra elegante y descolorida, se leía una única palabra:
"Sincroniza..."
Esteban sintió un escalofrío. Esa letra... era idéntica a
la de su esposa.
El diminuto fragmento de papel se le cayó de las pinzas
sobre el terciopelo de su mesa de trabajo. El relojero lo levantó con manos
temblorosas, y de repente, el gélido ambiente de la tienda se disolvió,
reemplazado por la calidez de un recuerdo.
Era Nochebuena, hacía más de veinte años. Su esposa, Clara,
y él habían recibido esa misma caja de música como regalo de bodas. Él,
pragmático, había criticado la inexactitud de la música.
- Esteban -, le había dicho Clara, riendo mientras la nieve
se derretía en su cabello, - no todo en la vida necesita ser exacto. El amor,
la Navidad, los deseos... todo eso necesita estar sincronizado con el corazón,
no con los segundos. Si un día dejo de sonar, había añadido con una sonrisa
melancólica, prométeme que buscarás esa sincronía, no los engranajes -.
El recuerdo lo golpeó con una fuerza abrumadora. La caja de
música no estaba rota; Esteban era el que estaba roto, y su propia tristeza
había impedido que la magia navideña fluyera.
Miró a la niña.
-¿Cómo te llamas, pequeña?
-Lía -, respondió, observándolo con expectación.
- Lía, el problema no está en el mecanismo, sino en lo que
alimenta al mecanismo. La caja está esperando algo que le devuelva su melodía.
Esteban cerró los ojos y, por primera vez en años, no pensó
en el tic-tac de la rutina. Pensó en Clara, en el olor a pino y a canela. Abrió
un cajón oculto bajo su mesa y sacó el objeto más valioso de su tienda: un
pequeño ornamento navideño de porcelana que él y Clara nunca habían colgado
porque esperaban tener un árbol juntos cada año. Nunca más lo había tocado.
- Lía -, dijo, colocando el adorno sobre la caja de
música-. Para que la música regrese, debemos darle un nuevo recuerdo. Un deseo.
Colocó el adorno de porcelana justo en el centro de la
caja. En lugar de centrarse en las piezas, se concentró en el deseo de la niña
y en la promesa que le había hecho a su esposa.
De pronto, un suave chasquido, tan silencioso que no podía
ser mecánico, se escuchó. El tambor de púas comenzó a girar, despacio al
principio, luego con confianza. "El Vals del Muérdago" sonó, una
melodía dulce y olvidada que llenó la antigua relojería. Y con ella, todos los
cientos de relojes de la tienda, que habían estado en silencio durante años,
comenzaron a sonar a la vez: cu-cú, ding-dong, tic-tac, un coro glorioso y
desordenado de tiempo recuperado.
Lía lanzó un grito de alegría, y Esteban sintió, por
primera vez en muchos diciembres, que su propio corazón se había vuelto a
sincronizar con la Nochebuena.
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