domingo, 14 de diciembre de 2025

LA NOCHE EN QUE LOS RELOJES SE DETUVIERON.

                                                                            






El Señor Esteban, con sus ochenta y dos diciembres a cuestas, era un hombre que vivía al compás de la exactitud. Su tienda, "La Aguja de Oro", era el corazón silencioso de la calle Mayor, un pequeño refugio donde miles de engranajes marcaban el tiempo con precisión prusiana. Justo en la víspera de Nochebuena, la nieve caía sobre el pueblo de Villahora como un manto de azúcar glas, pero dentro, el aire era frío y quieto.

​Esteban estaba sentado en su banqueta, ajustando el muelle de un antiguo reloj de bolsillo, uno que él mismo había reparado para su esposa, hace ya tantas Navidades. Desde que ella se había ido, el tiempo para él no había avanzado, solo se había repetido: tic-tac, tic-tac, sin promesa de futuro ni calor de presente.

​De pronto, la puerta de cristal tintineó. Entró una niña, no más alta que el péndulo de un reloj de pared, envuelta en un abrigo rojo que parecía prestado. Sus ojos grandes e inquisitivos recorrieron la pared, donde cientos de relojes de cuco, de sol y de arena guardaban su turno.

​-Buenas noches, señor -, dijo la niña con una voz que era como el repique de una campanilla—.

Mi mamá dice que usted es el único que puede arreglar lo que se ha roto.

​Esteban suspiró. Odiaba la Navidad y sus prisas.

-Si es un reloj, lo arreglaré. Si es algo más, no tengo herramientas.

​La niña desdobló con cuidado un pedazo de tela. No era un reloj. Era una vieja caja de música de madera, gastada y sin pintura, que representaba una diminuta escena navideña.

​-Se llama "El Vals del Muérdago". Mi abuela me la dio, pero dejó de tocar.

 Es lo único que me queda de ella, y sin su música, la Navidad no suena.

​Esteban frunció el ceño. Las cajas de música no eran su especialidad, eran demasiado frívolas y emocionales, a diferencia de la lógica limpia de un reloj. Quiso negarse. Quiso decirle que volviera mañana, que hoy cerraba. Pero la frase "sin su música, la Navidad no suena" se le clavó como una espina en su propio corazón.

​Tomó la caja con dedos expertos y la abrió. Por dentro, el tambor de púas estaba intacto, el peine de metal relucía sin daño visible. El problema no era mecánico; era el alma de la pieza la que se había detenido.

​Entonces, notó algo peculiar. Entre los pequeños dientes del peine, había un diminuto pedazo de papel, casi invisible, atascado. Lo tomó con unas pinzas finísimas. Era un fragmento de una tarjeta, y en él, escrita con una letra elegante y descolorida, se leía una única palabra:

​"Sincroniza..."

​Esteban sintió un escalofrío. Esa letra... era idéntica a la de su esposa.

​El diminuto fragmento de papel se le cayó de las pinzas sobre el terciopelo de su mesa de trabajo. El relojero lo levantó con manos temblorosas, y de repente, el gélido ambiente de la tienda se disolvió, reemplazado por la calidez de un recuerdo.

​Era Nochebuena, hacía más de veinte años. Su esposa, Clara, y él habían recibido esa misma caja de música como regalo de bodas. Él, pragmático, había criticado la inexactitud de la música.

​- Esteban -, le había dicho Clara, riendo mientras la nieve se derretía en su cabello, - no todo en la vida necesita ser exacto. El amor, la Navidad, los deseos... todo eso necesita estar sincronizado con el corazón, no con los segundos. Si un día dejo de sonar, había añadido con una sonrisa melancólica, prométeme que buscarás esa sincronía, no los engranajes -.

​El recuerdo lo golpeó con una fuerza abrumadora. La caja de música no estaba rota; Esteban era el que estaba roto, y su propia tristeza había impedido que la magia navideña fluyera.

​Miró a la niña.

-¿Cómo te llamas, pequeña?

-Lía -, respondió, observándolo con expectación.

- Lía, el problema no está en el mecanismo, sino en lo que alimenta al mecanismo. La caja está esperando algo que le devuelva su melodía.

​Esteban cerró los ojos y, por primera vez en años, no pensó en el tic-tac de la rutina. Pensó en Clara, en el olor a pino y a canela. Abrió un cajón oculto bajo su mesa y sacó el objeto más valioso de su tienda: un pequeño ornamento navideño de porcelana que él y Clara nunca habían colgado porque esperaban tener un árbol juntos cada año. Nunca más lo había tocado.

​- Lía -, dijo, colocando el adorno sobre la caja de música-. Para que la música regrese, debemos darle un nuevo recuerdo. Un deseo.

​Colocó el adorno de porcelana justo en el centro de la caja. En lugar de centrarse en las piezas, se concentró en el deseo de la niña y en la promesa que le había hecho a su esposa.

​De pronto, un suave chasquido, tan silencioso que no podía ser mecánico, se escuchó. El tambor de púas comenzó a girar, despacio al principio, luego con confianza. "El Vals del Muérdago" sonó, una melodía dulce y olvidada que llenó la antigua relojería. Y con ella, todos los cientos de relojes de la tienda, que habían estado en silencio durante años, comenzaron a sonar a la vez: cu-cú, ding-dong, tic-tac, un coro glorioso y desordenado de tiempo recuperado.

​Lía lanzó un grito de alegría, y Esteban sintió, por primera vez en muchos diciembres, que su propio corazón se había vuelto a sincronizar con la Nochebuena.

 

 

 

 

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