(Literatura Infantil
-Juvenil)
Esa nevada tarde invernal, la
pequeña Enora, de seis años e hija única, esperaba ansiosa. Era Nochebuena, y
el aire crujía con el frío y la promesa de magia. La niña se sentía la criatura
más feliz del universo, con un solo deseo en su corazón: que su padre pasara la
Navidad con ella y con su madre. A pesar de su corta edad, Enora sabía que su
familia era su tesoro más preciado.
En pocas horas, volvería a
abrazar a su padre, pensaba ilusionada. Pero el tiempo se estiraba, interminable.
Por más que se asomaba por la ventana empañada, no lograba divisar el coche de
su querido progenitor. En su pequeño rostro trigueño, una sombra de tristeza
comenzaba a asomar, y las lágrimas pugnaban por brotar de sus dulces y negros
ojos. No imaginaba una Navidad sin su padre. La desesperación le oprimía el
pecho.
Desde temprana hora, la cocina
desprendía aromas deliciosos. Su madre, Zenda, ya tenía el lomo de cerdo en el
horno, y había preparado con antelación el pastel de frutos secos que tanto le
gustaba a Enora, así como una cremosa sopa de espárragos y unos tamales
humeantes. Zenda, por su parte, también estaba entusiasmada por la llegada de
Calisto, quien trabajaba en el estado de Texas, a dos horas de donde vivían.
Hacía casi un mes que no lo veían, pero se comunicaban a diario.
De pronto, el teléfono sonó,
rompiendo el silencio expectante.
Zenda se apresuró a responder.
—¿Diga? — Su semblante cambió al
instante. Un escalofrío le recorrió la espalda. —¡Pero no puede ser! ¿Por qué
no me lo habían comunicado antes? —respondió antes de colgar, el aparato aún
caliente en su mano temblorosa. Desconsolada, regresó a la cocina, la mente
girando, preguntándose cómo le daría la noticia a Enora, quien seguía esperando
feliz a su padre. Zenda, sin embargo, ya sabía en lo profundo de su corazón que
no volvería a ver a su marido.
Calisto, a esa hora, se
encontraba internado desde el día anterior en un hospital público. Un
persistente dolor de garganta lo había llevado al doctor, quien, tras unos
estudios, le diagnosticó COVID-19. Consciente de la letalidad del virus y de
las estrictas normas que impedirían que su amada esposa se acercara, decidió
callar. Había escuchado de casos donde los infectados con ese malévolo virus
nunca eran entregados a sus familiares.
Enora, por su parte, desesperaba
al no tener noticias de su padre; su madre había estado llamando al celular sin
obtener respuesta alguna. Zenda tomó una decisión dolorosa: callar y no decirle
nada a la niña. Al día siguiente, partiría al estado de Texas, así, por lo
menos, estaría al tanto de la salud de su marido.
Mientras tanto, la niña,
exhausta por la tan anhelante espera, se refugió en la pequeña biblioteca de su
padre. Además de disfrutar de la lectura, era el lugar preferido de él cuando
venía de vacaciones. Afuera, las coloridas luces de la ciudad titilaban y el
bullicio de la gente, yendo y viniendo con las compras de última hora, se
escuchaba como un eco lejano.
De pronto, algo llamó la
atención de la pequeña: en la esquina del librero, una antigua lámpara de color
jade brillaba con un destello inusual. Acercó un banco de madera y trepó para
poder tomarla. Al bajar con la lámpara en mano, la colocó sobre una pequeña y
anticuada mesa que decoraba el lugar. Acomodó de nuevo el banco y volvió a
tomar la lámpara entre sus manos; nunca la había visto antes, a pesar de que
entraba seguido a la biblioteca.
De pronto, le pareció escuchar
una voz ronca muy cerca de ella.
—¡No sufras, niña, tu padre viene
en camino! —
Se puso de pie de prisa, creyendo
que era la voz de su padre. Miró alrededor, luego se asomó por la ventana. Tal
vez alguien que pasó, pensó, con el corazón encogido.
Abrazada a la antigua lámpara,
que le recordaba mucho el cuento de Aladino y la Lámpara Maravillosa que tanto
le gustaba, se quedó dormida por algunos minutos en el pequeño diván.
Desconsolada, las lágrimas aún tibias en sus mejillas, fue nuevamente arrancada
del sueño por la misma voz enronquecida que la llamaba por su nombre.
—¡Enora, Enora! —
Ella se despertó atemorizada; esa
no era la voz de su padre. Se enderezó, tallándose los ojos, buscando al
portador de aquella afónica voz.
—¿Crees en la magia? —preguntó la
voz.
La niña se echó el cabello a un
lado, nuevamente tallándose los ojos, aturdida.
—¿Quién eres y por qué no te
dejas ver? —respondió impávida.
—¡Ah! —dijo la voz con un aire
misterioso—. Soy el mago alquimista Óscar, y puedo hacer magia.
La inocente niña se echó a reír,
para después preguntarle con gran emoción:
—¿Si te pidiera un deseo, tú me
lo podrías cumplir? —
—¡Pero, por supuesto, para eso
estoy aquí! —respondió el mágico agorero—. Yo ayudo a los niños buenos como tú
—continuó, tratando de convencer a la pequeña.
—Bueno, creeré en ti, te pediré
un deseo —dijo Enora, seducida por las palabras del mago Óscar.
—¡Sí! —exclamó la voz—. Pero
antes tienes que liberarme. Debes frotar la lámpara doce veces, entonces yo
cumpliré tu deseo.
Ni tarda ni perezosa, Enora
comenzó a frotar la lámpara, siguiendo las instrucciones de Óscar.
De pronto, un estruendoso ruido
se dejó escuchar en el lugar que la hizo estremecer. La biblioteca se inundó de
una especie de humo denso y verdoso.
Y entonces, un hombre corpulento,
muy alto, estaba frente a ella. La niña, espantada, sin poder moverse de miedo,
se tapó la carita con ambas manos.
—No temas, eres una niña buena y
muy obediente con tus padres, de alma blanca y pura, y solamente a los niños
como tú les cumplo deseos —le dijo el mago—. Pide lo que quieras, que yo te lo
cumpliré.
Cerrando sus ojos con fuerza, la
niña comenzó a gritar:
—¡Quiero a mi papá! ¡Quiero a mi
papá!
Al abrir los ojos, el mago había
desaparecido.
Salió corriendo de la biblioteca
hacia donde se encontraba su madre, gritando eufórica:
—¡Mamá, mamá, ya está por llegar
mi padre!
Zenda la abrazó fuertemente, el
corazón encogido, apesadumbrada. No sabía cómo darle la noticia a la niña.
Faltaban un par de horas para que
empezara a sonar la primera campanada anunciando las doce de la noche.
—Te has quedado dormida, hija,
qué bello sueño has tenido, pero, ven, siéntate junto a mí que quiero contarte
algo —dijo Zenda, intentando sonar tranquila.
De pronto, escucharon un ruido en
la puerta principal. Y cuál sería su sorpresa: Calisto estaba frente a ellas,
cargando unos regalos. Zenda no podía creer lo que estaba viendo; ¡pero si en
el hospital le habían dicho que tenía COVID-19!
En tanto, la niña no cabía de
tanta felicidad y gritaba:
—¡Sabía que no me fallarías,
papito! —¡El mago cumplió lo prometido!
—¿Mago? —preguntó Calisto,
extrañado.
—¡Sí, el mago Óscar, papá! —
—Cansada de esperarte, se quedó
dormida en la biblioteca y soñó que un mago te traería a casa esta Nochebuena
—musitó Zenda, con lágrimas de alivio y confusión en los ojos.
Ambos se echaron a reír por las
ocurrencias de la niña. Abrazados, se dirigieron al salón. Había muchas cosas
que aclarar, cosas que Enora no debía escuchar.
—Hija, ¿por qué no nos ayudas a
bajar los demás paquetes del coche? —dijo Calisto, dándole un beso en la
mejilla—. En tanto, tu madre y yo hablamos un poco.
Se alejaron de la pequeña, quien,
tarareando y dando saltos feliz y dichosa, no dejaba de cantar:
¡A los niños bondadosos
y muy obedientes,
si son atentos y pacientes,
¡Óscar los hace dichosos!
Esa Nochebuena fue inolvidable.
Un milagro del cielo había logrado reunir una vez más a la familia, y así,
juntos, pudieron festejar el nacimiento de nuestro amado Redentor.
Autora : Ma. Gloria
Carreón Zapata.
Dedicado a mi hijo
Óscar Isaac C. Carreón.
@copyright.
18 /12/2024.

No hay comentarios:
Publicar un comentario