El viento susurraba su nombre entre las hojas secas de
otoño, un nombre que aún resonaba en el silencio de mi alma. No era un susurro fúnebre, ni un lamento
desgarrador, sino una suave melodía que me recordaba que nuestro amor
trascendía las barreras de la vida y la muerte.
Aunque su cuerpo yace
bajo la fría tierra, su esencia se funde con el aire que respiro, con la luz
del sol que acaricia mi rostro, con el canto de los pájaros que alegran el
amanecer. Su recuerdo no es una herida
abierta que sangra con cada latido, sino una cicatriz luminosa, una marca
indeleble en mi ser.
No es la ausencia lo que siento, sino una presencia sutil,
constante, que se manifiesta en cada rayo de luna, en cada estrella fugaz, en
cada aroma que despierta en mi memoria un instante compartido, una caricia, una
mirada, una palabra. El amor no termina
en la tumba; trasciende la carne mortal y se transforma en algo etéreo,
inmortal, eterno.
Aunque nuestro cuerpo
ya no se une físicamente, nuestros espíritus bailan en un espacio intemporal,
donde el amor florece aún más allá de la muerte. Y sé, con una certeza profunda, que aunque
las estaciones cambien y la vida continúe su curso, nuestro amor, como una
estrella fugaz, dejará una huella brillante y perdurable en la inmensidad del
universo.
Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata.
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