El cantor de la poeta no era un hombre de voz imponente ni
de gestos grandilocuentes. Su canto era
un susurro, una corriente subterránea que brotaba de la tierra misma, llevando
consigo el aroma de la tinta fresca y el eco de los versos no escritos.
No se paraba en
escenarios iluminados, sino en rincones silenciosos, donde la luz se filtraba a
través de hojas de árboles antiguos. Su
público no eran multitudes rugientes, sino las sombras de la noche, los
susurros del viento entre las ramas, la paciente quietud de las piedras.
Su instrumento no era una lira reluciente, sino la propia
voz, modulando las inflexiones y los silencios con una precisión
milimétrica. Cantaba los poemas de la
poeta, no como una simple interpretación, sino como una transmutación.
Cada palabra, cada pausa, cada inflexión, era una pincelada
que añadía nuevos matices a la obra original, revelando capas ocultas de
significado.
Su voz era el puente entre la página impresa y el alma del
oyente, transportando al receptor a un universo de emociones vívidas y paisajes
oníricos, donde la realidad y la ficción se confundían en un abrazo
embriagador.
El cantor era la encarnación misma de la poesía, un eco
silencioso que resonaba en el corazón de la noche, perpetuando la obra de la
poeta para la eternidad.
Autora : Ma. Gloria Carreón Zapata.
@Copyrigth.
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