El sombrero del poeta no era un simple accesorio; era un universo en miniatura. Un viejo sombrero de fieltro, gastado por el tiempo y ablandado por la lluvia, que guardaba en sus pliegues la memoria de innumerables amaneceres y atardeceres presenciados desde rincones olvidados de la ciudad.
Su ala, ligeramente desflecada, parecía albergar los susurros de las musas, susurros que el viento recogía y llevaba a los oídos de los transeúntes distraídos.
Manchas de tinta, como constelaciones dispersas, salpicaban su superficie, recordando versos improvisados, anotaciones apresuradas, ideas fugaces que el poeta había capturado antes de que se desvanecieran en el vacío.
Su interior, suave y desgastado por el roce de la cabeza pensante, conservaba el aroma a papel viejo, café recién hecho y tabaco rubio, un perfume embriagador que evocaba la atmósfera de los cafés literarios y las noches de insomnio dedicadas a la creación.
El sombrero del poeta no era solo un protector contra el sol
o la lluvia; era un símbolo, un amuleto que le recordaba su propósito, su
misión de dar forma a las palabras, de atrapar la belleza efímera del mundo y
plasmarla en versos inolvidables. Era, en definitiva, una extensión de su alma,
un reflejo tangible de su universo interior.
Por: Ma. Gloria Carreón Zapata.
Fotografía: Joaquín Sabina.
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