Estando aquella tarde como
practicante de enfermera en el hospital civil, sentí sueño del aburrimiento ya
que había pocos pacientes. Recuerdo claramente que, por esos días, estaba yo
llevando el libro llamado “La Tía Tula”, de Miguel de Unamuno. El cual me servía
para leer en ratos mientras no hubiese algún paciente quien me necesitara o
reclamase mi atención.
Así que, más o menos a las cinco
de esa tarde de invierno y sin pedir permiso a la jefa de enfermeras, me metí
libro en mano a la habitación marcada con el número cuatro y que tenía conexión
con la tres. Esas dos habitaciones habían compartido el mismo baño ahora en
desuso. Dejé la puerta entreabierta y tomé la silla de visitas para acomodarla
de espaldas a la gran ventana que daba hacia la calle, ya que de panorama me
tocaría ver la elegante funeraria y una farmacia la cual estaban frente al
propio hospital, además, de esa manera, le daría la luz de aquél atardecer a
las páginas de mi libro.
Luego de avanzar en mi lectura un
buen trecho me percaté de que aún había suficiente luz del día colándose a la
habitación por el ventanal que daba a mis espaldas para continuar leyendo. De
todas formas miré mi reloj y me di cuenta de que ya había pasado una hora
cuando, de pronto, la habitación se inundó con un aroma extraño dadas las
circunstancias y el sitio. Aunque lo que mi olfato detectó era ciertamente familiar
sí, el olor a jabón me hizo reaccionar:
-¡Alguien se está bañando!…-,
pensé, y en ese justo momento, instintivamente reaccioné al recordar que hacía
tiempo esa regadera estaba fuera de servicio. Aunque se pudo escuchar en
seguida como si alguien le abriera a la llave. Al mismo tiempo que pasaba todo
eso por mi cabeza y mis sentidos, un fuerte remolino se coló por la ventana
arrebatándome la cofia sujetada al cabello con pasadores. La cual rodó por el
suelo para quedar al pie de la cama de junto. Un estremecimiento invadió mi
cuerpo, tuve miedo, nadie podía estarse bañando ya que, además, no había
pacientes en esa área del hospital, solamente estaba el “abuelo”, un viejecito
que vivía en la última habitación, a más de veinte metros de donde yo me había
sentado a leer.
El anciano no tenía familia
alguna, por lo tanto vivía en el propio nosocomio y era atendido y mimado por
todos en general. Sin embargo, era imposible que desde allá llegase el aroma de
jabón o el ruido de la regadera, y menos que él se estuviera bañando porque no
podía valerse por sí mismo. Nosotros teníamos qué auxiliarlo cargándolo entre
varios y así sentarlo en la silla de ruedas, para después bañarlo en la
regadera de su habitación.
Caminé hacia el baño cercano
recordando nuevamente que hacía tiempo no estaba en servicio. Y, tensa pero
decidida a develar el misterio poco a poco fui abriendo la puerta que, para
colmo, rechinó prolongada y estrepitosamente. Por su lado el sonido del agua al
caer no dejó de escucharse en ningún momento. Pude asimismo olfatear con mayor
claridad el aroma a jabón que penetró aún más en la habitación y, sin poder
contener el miedo, crucé el umbral y me fui acercando lentamente para, luego de
unos pasos, de un jalón abrir la cortina blanca con motivos florales la cual me
separaba de la regadera.
Fue en ese mismo instante que el
ruido del agua cesó de golpe. Sobreponiéndome al asombro y también al susto,
observé el piso sin una gota del vital líquido. Al voltear hacia donde estaba
el jabón, sólo encontré un pedazo delgado y también seco pegado de tiempo atrás
en la jabonera. Yo misma sabía qué hacía meses esas duchas no se ocupaban,
pero, entonces:
-¿De dónde provino ese ruido y el
aroma a jabón?...-, me cuestioné.
Sin previo aviso, de algún lugar
surgió una sombra que ninguna luz existente pudo haber creado. Se deslizó
primero por el piso una fracción de segundo, luego por los aires y por las
paredes del baño para salir velozmente por donde yo había entrado antes de
sentarme a leer, jalando la puerta tras de sí. Una terrorífica sombra negra que
semejaba una túnica con capucha y unas mangas muy anchas, las cuales portaban
una especie de lanza con una gran hoz en el extremo superior. Sentí pavor y
corrí hacia la salida del cuarto olvidándome de la cofia y el libro aunque, al
intentar mover y jalar la perilla para abrir la puerta que daba al pasillo,
sentí en la mano y se escuchó a la vez el ruido de un clic, como si alguien
hubiera puesto llave a la cerradura desde fuera.
Por más esfuerzos que hice, me
fue imposible abatir la hoja de madera y comencé a gritar golpeando la puerta,
pero nadie escuchaba mis gritos. Luego caminé ágil mente unos pasos y me
acerqué a la ventana pidiendo auxilio, a ver si “Pepe” el farmacéutico o
personal de la funeraria me veían y avisaban a las compañeras de turno, para
que me sacaran de ese cuarto maldito.
De pronto y como desde detrás de
la puerta se escucharon risas, pasos, y las voces de algunas de mis compañeras
alejándose por los pasillos, quienes al parecer me habían jugado una broma
antes de dirigirse al quirógrafo a esterilizar material.
Sin dudarlo, corrí golpeé la puerta y grité a todo lo que daban
mis fuerzas, pero fue en vano, por lo que me puse a llorar. La ira se había
apoderado de mí pensando que esas bromas no se le hacían a nadie. Seguidamente
me acomodé en un rincón tirada en el suelo, mi cabello y las lágrimas que no
dejaban de brotar cubrían mi rostro. No supe cómo me quedé dormida debido a la
tensión, a la furia y al cansancio.
Repentinamente un jadeo cerca de
mi oído me hizo recobrar la consciencia, sintiendo en ese instante un escalofrío
intenso recorrer mi columna vertebral. Perdí la noción del tiempo, las
manecillas de mi reloj se habían detenido desde la última vez que las miré, ya
estaba oscuro afuera. Sin saber de dónde, un vaso de agua fía cayó sobre mi
cabeza, sumado a un viento aún más fío que entró por las ventilas
superiores acompañado de la sombra que
volaba por los aires o rampaba las paredes, además de una fuerte carcajada la
cual se dejó escuchar por toda la habitación.
La sombra maligna y su temible
herramienta escaparon por la ventana junto a su risa sardónica, para irse a
estrellar en la noche contra la elegante funeraria. Me puse de pie y corrí
hacia la puerta nuevamente, esta vez tuve suerte, pude abrir, ya que aparte la
chapa estaba descompuesta desde poco después que se inhabilitara la regadera
del mismo cuarto.
Una vez me vi libre corrí hacia urgencias que era en donde se
encontraban mis compañeras. Detrás de mí pude escuchar cómo algo cerraba de
golpe la puerta, luego sentí como si alguien con respiración agitada flotara
persiguiéndome; por supuesto, no quise voltear y lo último que habría hecho
sería desde luego regresarme a recoger mis pertenencias, las cuales habían quedado
tiradas en el suelo.
Al verme, mis compañeras se
pusieron a reír de mí por lo despeinada que venía y sin la cofia puesta,
pensaron que les jugaba una broma. Más al verme de cerca con el rostro
desencajado y los ojos hinchados de tanto llorar se conmovieron y comenzaron
con el interrogatorio. Ellas pensaron que me había quedado dormida en alguna de
las habitaciones, como a veces hacíamos en los turnos de madrugada. Me
cuestionaron las razones de mi estado, pero, del miedo, no pude contarles nada
sobre ninguna de las dos experiencias vividas. Primero en la regadera fuera de
servicio del cuarto cuando pensé que fue una broma, y luego en la propia
habitación marcada con el número cuatro, lo cual me confirmó que de ninguna
forma aquellos sucesos fueron un chiste.
En eso estaba, tratando de
calmarme para de esa manera poder entonces narrarles lo sucedido y, de pronto,
la expresión de divertida curiosidad en los rostros de las cinco compañeras que
me interrogaban, se tornó primero en sorpresa y luego en terror cuando miraron
hacia mis espaldas. Instintivamente giré mi cuerpo y mi cabeza para ver qué era
lo que había hecho reaccionar así a mis compañeras de turno, y de esa forma
poder ver aterrorizada la diabólica sombra flotante con su guadaña. Desde el
fondo del pasillo blandiendo con saña su arma infernal, se dirigía velozmente y
directo hacia mi persona. No tuve tiempo para nada más, que de cerrar los ojos
e intentar subir las manos y así cubrirme el rostro cuando, la dantesca figura
proveniente del reino de la oscuridad, descargó un fuerte golpe haciendo uso de
su mortífero instrumento. Sentí un duro jalón en el cuello, como seguramente lo
sintieron las otras cinco pues, un segundo después, nuestras seis cabezas
rodaban por el piso brillante y pulcro del hospital, tiñéndolo de rojo
instantáneamente.
Fue entonces cuando mi cuerpo
pegó un brinco en la cama y se incorporó como por instinto, a la vez que mi
garganta gemía tratando de inhalar para así ingresar la mayor cantidad de aire
hacia los pulmones. Luego de una serie de jadeos aterrorizados, me fui tranquilizando
al darme cuenta que no había sido más que otro de los sueños recurrentes, los
cuales desde hacía una semana no me dejaban descansar por las noches. Desde
cuando sucedió todo lo narrado a excepción de la parte final, que se repetía
con todo lo demás, como en una penitencia forzada por el inconsciente en mis
horas de sueño más profundo. Afortunadamente esa pesadilla diaria terminó esa
tarde, cuando luego de acudir al confesionario, al fin pude contarles a mis
compañeras y a mi familia con detalle lo sucedido aquel anochecer en el
hospital, con esa terrible experiencia tan dantesca como tenebrosa.
Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata
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