Una tarde de verano en que la floresta brinda su gama de
colores, y la víspera se va ocultando detrás del horizonte. Un poco ermitaño
Julio César, un adolescente de trece años paseaba por la orilla de la rivera
disfrutando de la maravilla que le brindaba el ocaso y sobretodo gozaba de la
tranquilidad a su corta edad era inusual en un chico de esa época.
El silencio acariciaba la tarde y sólo se percibía el correr
de las aguas que presurosas fluían para al final desembocar en el inmenso
piélago de Playa Bagdad.
Julio César tomó un largo carrizo y jalando las piedras
hacía él, elegía las más bellas, las demás las iba regresando al agua conforme
caminaba.
De pronto, algo llamó su atención, era un pequeño recipiente
que iba sobre el torrente, mismo que jaló con el carrizo. Al sostenerlo entre
sus manos se dio cuenta que algo contenía dentro.
EL tapón estaba oxidado y el frasco opaco por el
tiempo, lleno de babaza. Lo limpió con
su playera y al abrirlo vio algo que lo
dejó sorprendido. Una fotografía intacta se encontraba en el interior. Era de
un hombre aproximadamente de unos treinta y cinco años, tez morena clara y ojos
cafés marrón. El chico tiró la botella y
se guardó la fotografía en el bolso de su pantalón.
Después se dirigió a su casa que estaba cerca del lugar. Su
padre trabajaba para uno de los hombres millonarios del pueblo y por
consiguiente les facilitaba techo acogedor para toda la familia.
Una tarde al llegar de la escuela escuchó detrás de él una
voz que lo llamaba.
--Niño, niño, ¿me puede regalar un poco de agua? —
Julio César volteó algo atónito para ver de dónde provenía
la voz.
Se trataba de un hombre ya entrado en edad, con una larga
barba emblanquecida por los años. Sus ropas rasgadas y sucias daban la
impresión de que no se había bañado por un buen tiempo. El adolescente se
acercó a él confiado, en aquellos tiempos el peligro no acechaba como hoy en
día. En lugar de temor el niño se condolió por aquél pobre hombre.
El adolescente se dirigió a la cocina encontrándose con su
padre quien llegaba de sus arduas tareas, y le comentó lo que estaba
sucediendo.
--Que orgulloso me siento de ti hijo, tienes un gran
corazón, anda, no hagamos esperar a ése pobre hombre, se ha de estar muriendo
de hambre y sed, vamos que yo te acompaño—
Después de brindar alimento al menesteroso don José el padre
del niño, se dirigió al interior de la casa para regresar con una toalla, ropa
limpia, y unos rastrillos, luego invitó al hombre a que se diera una buena
ducha.
Vivian en una traílla móvil y el baño estaba independiente
de la misma.
Pasó más de media hora Julio César y el padre esperaban
debajo de un frondoso árbol al indigente, cuál sería su sorpresa al verlo salir
bañado y afeitado.
El adolescente se quedó pasmado, no podía dar crédito lo que
estaba presenciando.
--No puede ser, no puede ser--, repetía para sí.
--¿Sucede algo hijo?, tal parece que has visto al mismito
demonio Julio César— Manifestó el padre.
EL chico haciendo caso omiso corrió a buscar lo que había
encontrado aquel día dentro del frasco, para luego mostrarle la fotografía a su
padre.
El menesteroso los veía sin lograr comprender lo que estaba
pasando.
Ahora era don José el que con la boca abierta y los ojos queriéndose
salir de sus órbitas, volteaba a ver al extraño y a la fotografía a la vez que
le preguntó.
--¿Pero, acaso es usted el de la fotografía? —
El hombre sorprendido se quedó mirando fijamente aquella
fotografía.
--Se parece a mí--, dijo en un tono afligido.
-- Sí, soy yo cuando tenía treinta y tantos años—
Don José lo invitó a sentarse y el niño comenzó a
explicarles como había llegado esa fotografía a sus manos.
El miserable hombre ya en confianza con lágrimas en los ojos
comenzó a narrarles que hacía tres días había recuperado la memoria.
--Si mi memoria no me
falla me llamo Luis Ángel Gutiérrez, nací en mil novecientos cuarenta, soy
originario del Estado de Puebla, tenía un pequeño negocio de fierro viejo, el cual trabajaba junto con mi compadre --,
siguió.
--Lamentablemente me
enamoré de una mala mujer y creo que fue ella quien me puso un mal--
--Pero--, siguió el hombre.
Creo que ya han pasado muchos años y envejecí sin darme
cuenta del tiempo.
--¿Quieren decirme en
que año estamos y en qué lugar estoy?
Don José se apresuró a responder.
--Estamos en el año dos mil, en el Estado de Coahuila,
México.
--Acaso tendrá usted ahora unos sesenta años— Dijo don José.
Desconcertado el hombre comenzó a contarles la historia de
su vida.
No cabía duda, de milagro había sobrevivido, y ahora gracias
a Julio César había recuperado la memoria. Don José lo invitó a pasar la noche
con ellos, otro día lo iría a dejar a la central camionera, él mismo le
compraría el boleto para que se reuniera con su familia, si es que aún la
tenía.
Luis Ángel agradecido aceptó encantado y no dejaba de
bendecir al niño, sobretodo agradecerles por lo bien que se habían portado con
él.
Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata.
Imagen tomada de Google.
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