Elena siempre tuvo el corazón
como una casa de puertas abiertas. Creía, con una ingenuidad casi sagrada, que
la lealtad era una moneda que siempre se devolvía con el mismo cuño. Por eso,
cuando Beatriz llegó a su vida, Elena no vio a una depredadora, sino a una
hermana de alma.
Beatriz era experta en el arte
de la necesidad fingida. Sabía cuándo suspirar para obtener un favor, cómo
halagar el talento de Elena para que esta le abriera sus contactos, sus
proyectos y, lo más valioso, su confianza. Durante meses, Beatriz habitó los
espacios de Elena como una hiedra: suave al tacto, pero ajustando sus raíces en
cada grieta de su generosidad.
—Eres mi ángel, Elena —le decía
Beatriz, mientras vaciaba, una a una, las copas de su bodega espiritual—.
No sé qué haría sin tu luz.
Pero la luz de Elena empezó a
estorbarle cuando Beatriz ya no necesitó el refugio. Una vez que hubo extraído
la última gota de provecho —el puesto que ambicionaba, el círculo social que
deseaba y las ideas que robó para firmarlas como propias—, la máscara empezó a
agrietarse.
La puñalada no fue rápida ni
limpia. Fue una demolición silenciosa. Beatriz comenzó a sembrar cizaña en los
mismos jardines que Elena le había enseñado a cuidar. Susurró mentiras a sus
espaldas, distorsionó sus palabras y, cuando Elena más necesitaba un apoyo
frente a una crisis profesional, Beatriz dio el golpe final: entregó a los
rivales de Elena la información confidencial que le había sido confiada en una
noche de café y confidencias.
Elena se quedó sola en medio del
naufragio. El frío del acero en su espalda no venía de un extraño, sino de la
mano que tantas veces había estrechado.
Pasaron semanas de un silencio
sepulcral. Elena se miraba las manos y sentía el peso de la traición como un
manto de plomo. Sin embargo, una tarde, mientras caminaba por el jardín,
comprendió algo fundamental.
La maldad de Beatriz no era un reflejo de la
debilidad de Elena, sino de la miseria de Beatriz.
Elena regresó a su escritorio.
Ya no era la misma mujer de puertas abiertas, pero tampoco era una mujer
destruida. Tomó una pluma y escribió en su diario la última lección del dolor:
"Hay quienes se acercan al
fuego solo para robar una brasa y quemar tu casa. Pero olvidan que, aunque
queden cenizas, el fuego es mío, y yo siempre sabré cómo volver a encenderlo.
Ellos, en cambio, siempre vivirán en el frío de lo robado."
Cerró el libro. Beatriz ya no
era nadie. Elena se levantó, no con la amargura del que odia, sino con la
soberanía del que finalmente ha aprendido a elegir quién es digno de sentarse a
su mesa.
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