domingo, 21 de diciembre de 2025

EL BANQUETE DE LAS SOMBRAS

 




​Elena siempre tuvo el corazón como una casa de puertas abiertas. Creía, con una ingenuidad casi sagrada, que la lealtad era una moneda que siempre se devolvía con el mismo cuño. Por eso, cuando Beatriz llegó a su vida, Elena no vio a una depredadora, sino a una hermana de alma.

​Beatriz era experta en el arte de la necesidad fingida. Sabía cuándo suspirar para obtener un favor, cómo halagar el talento de Elena para que esta le abriera sus contactos, sus proyectos y, lo más valioso, su confianza. Durante meses, Beatriz habitó los espacios de Elena como una hiedra: suave al tacto, pero ajustando sus raíces en cada grieta de su generosidad.

​—Eres mi ángel, Elena —le decía Beatriz, mientras vaciaba, una a una, las copas de su bodega espiritual—.

 No sé qué haría sin tu luz.

​Pero la luz de Elena empezó a estorbarle cuando Beatriz ya no necesitó el refugio. Una vez que hubo extraído la última gota de provecho —el puesto que ambicionaba, el círculo social que deseaba y las ideas que robó para firmarlas como propias—, la máscara empezó a agrietarse.

​La puñalada no fue rápida ni limpia. Fue una demolición silenciosa. Beatriz comenzó a sembrar cizaña en los mismos jardines que Elena le había enseñado a cuidar. Susurró mentiras a sus espaldas, distorsionó sus palabras y, cuando Elena más necesitaba un apoyo frente a una crisis profesional, Beatriz dio el golpe final: entregó a los rivales de Elena la información confidencial que le había sido confiada en una noche de café y confidencias.

​Elena se quedó sola en medio del naufragio. El frío del acero en su espalda no venía de un extraño, sino de la mano que tantas veces había estrechado.

​Pasaron semanas de un silencio sepulcral. Elena se miraba las manos y sentía el peso de la traición como un manto de plomo. Sin embargo, una tarde, mientras caminaba por el jardín, comprendió algo fundamental.

 La maldad de Beatriz no era un reflejo de la debilidad de Elena, sino de la miseria de Beatriz.

​Elena regresó a su escritorio. Ya no era la misma mujer de puertas abiertas, pero tampoco era una mujer destruida. Tomó una pluma y escribió en su diario la última lección del dolor:

​"Hay quienes se acercan al fuego solo para robar una brasa y quemar tu casa. Pero olvidan que, aunque queden cenizas, el fuego es mío, y yo siempre sabré cómo volver a encenderlo. Ellos, en cambio, siempre vivirán en el frío de lo robado."

​Cerró el libro. Beatriz ya no era nadie. Elena se levantó, no con la amargura del que odia, sino con la soberanía del que finalmente ha aprendido a elegir quién es digno de sentarse a su mesa.

 

 

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EN ESTOS DÍAS LLUVIOSOS.

  ​Sueño con tus ojos, claros, luminosos, y con tu sonrisa, invitación directa al beso, que me eleva al cielo cuando tus labios apreso...