El aire ya no mordía. No era cálido, pero había perdido esa
ferocidad glacial que había mantenido a raya al mundo durante meses. Luna, una
gata atigrada que pasaba el invierno acurrucada junto al radiador, sintió el
cambio primero. Saltó de la silla y se dirigió a la puerta de cristal,
maullando con una exigencia inusual.
Al otro lado, Elías sonrió. No necesitaba mirar el
calendario; el sol que se colaba por la ventana tenía un matiz distinto, una
luz más atrevida y dorada, no el pálido resplandor del invierno. Era el día en
que la luz ganaba la batalla.
Abrió la puerta y el olor lo golpeó: tierra húmeda,
ligeramente fermentada, con un tinte agridulce y fresco de savia recién
ascendida. Se puso el cárdigan y salió al pequeño jardín.
Las ramas del cerezo, antes rígidos esqueletos, parecían
haberse hinchado, sus yemas vestidas con un tímido color rosa que prometía una
explosión en las próximas semanas.
Pero la verdadera señal estaba a sus pies.
Justo al borde de la acera de piedra, donde la helada había
sido más persistente, un pequeño azafrán, de un púrpura intenso, había abierto
su copa. No era una flor lujosa, sino una declaración silenciosa de
resistencia. Elías se agachó.
Tocó la flor con la
punta del dedo y sintió la textura de los pétalos, finos y vibrantes.
Respiró profundamente. El día no solo anunciaba la
primavera, sino la promesa de todo lo que aún estaba por suceder. El color
estaba regresando al mundo. Se puso de pie, y por primera vez en mucho tiempo,
sintió que él también estaba a punto de brotar.
@copyright
Fotografía propiedad de Carl Anderson.
Minnesota.

No hay comentarios:
Publicar un comentario