La mañana del veinte de marzo no amaneció con un anuncio
grandioso, sino con un susurro. Durante meses, el aire había sabido a escarcha
y secreto pero esa mañana, el silencio se rompió con una sinfonía.
Elías abrió su ventana, esperando el mordisco habitual del
invierno, y en su lugar, recibió una bocanada tibia, perfumada con tierra
mojada y pino recién brotado.
El sol, que antes se
arrastraba perezosamente por el horizonte, ahora se alzaba con una intención
dorada, proyectando sombras definidas y cálidas sobre el suelo.
Afuera, el mundo se desperezaba. Un petirrojo, con el pecho
rojo como una brasa, cantaba una melodía triunfal desde la rama de un tilo
desnudo.
En el rincón más
protegido del jardín, Elías vio el milagro: un pequeño ramillete de azafranes,
con sus copas moradas y amarillas, se había abierto durante la noche. No
estaban luchando contra la nieve; simplemente estaban, afirmando su existencia
con una vibración de color puro.
Elías se puso una chaqueta ligera (por primera vez en mucho
tiempo) y salió. La acera aún estaba húmeda por el rocío, pero el frío se había
ido de las piedras. Levantó la vista: el cielo era de un azul vibrante, recién
lavado. El viento había dejado de ser un látigo helado para convertirse en una
caricia suave que movía las primeras yemas verdes en los árboles.
No se trataba solo de la temperatura; era una promesa
tangible. El largo paréntesis gris del año había terminado. El mundo estaba
girando de nuevo, prometiendo verde, fruta y días largos y lentos.
Elías respiró hondo, sintiendo la ligereza en su pecho, el
peso del invierno finalmente desprendiéndose. Era el primer día de la
primavera, y todo, absolutamente todo, era posible.
Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata.
@copyrigth.
Imagen de Google.

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