La seriedad de su rostro infundía respeto, pero su voz, más
que voz, era un lamento quebrado:
—Te necesito, amiga mía, me estoy muriendo de dolor— musitó
en un susurro.
Yo busqué reanimarlo. Navegué entre palabras buscando el
alivio exacto, ese bálsamo que le hiciera saber que su duelo también era el
mío. Medité qué decir y qué callar, pero el ánimo es un idioma difícil de
traducir cuando el alma está rota.
¿Cómo no dolerme con él? Era un amigo atravesando el
invierno de la vida.
Entonces, hice a un lado mi propia aflicción, esa
desilusión que me carcomía en silencio, y me puse a pensar cuál de nuestros
tormentos pesaba más. Al final, ambos eran despedidas. Su pena y mi pesadumbre
se abrazaron en un instante; ambos moríamos de soledad y de tristeza.
Acudí a lo sagrado. Le hablé de promesas divinas, de la
resurrección y de la fe, pero descubrí con amargura que nada llenaba su vacío.
Me reproché a mí misma: Si no eres capaz de dar consuelo a tu hermano, ¿de qué
sirven tus palabras?.
Pero entonces lo entendí: no existe frase humana que cure la
ausencia de quien se ama.
Frente a la muerte y la angustia, vi el vacío recorrer los
espacios del alma. En ese mismo instante, nací, morí y volví a vivir. Comprendí
que la vida es un suspiro y que el mañana es un espejismo. Me pregunté para qué
proyectar o para qué amar tanto si todo expira... y, sin más respuestas que mi
presencia, solo pude musitar:
—Estoy contigo, mi gran amigo.
Autora : Ma. Gloria Carreón Zapata.
21/12/2024.
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