La mañana llegó sin el mordisco helado de los últimos
meses. No hubo necesidad de que el sol luchara contra la escarcha terca; hoy,
el mundo simplemente se había rendido a la calidez. Era el 21 de marzo, el día
que el calendario, y el espíritu, habían marcado en rojo: el primer día de la
primavera.
Abrí la ventana de par en par, algo que no me atrevía a
hacer desde octubre. El aire que entró no era frío, sino ligero y perfumado con
la promesa de algo verde. El olor a tierra mojada, a corteza de árbol y, sí, a
un toque de flor de cerezo que aún no se había abierto, llenó la habitación.
El jardín, que había sido un lienzo de grises y marrones
durante demasiado tiempo, estaba experimentando una transformación milagrosa.
Un mirlo, con el pecho orgullosamente inflado, cantaba desde la rama más alta
del viejo roble, su melodía un anuncio triunfal de que el exilio había
terminado.
Justo al pie de la pared de piedra, donde el sol de la
mañana golpeaba primero, la vi: la primera flor en atreverse. No era una rosa dramática
ni un tulipán vistoso, sino un humilde azafrán, morado intenso y amarillo
brillante, empujando su cabeza a través de las hojas muertas. Parecía
sorprendida de estar allí, pero firme y radiante.
Me senté en el porche, dejando que el sol me calentara la
cara. El calor no era el fuego abrasador del verano, sino una caricia, una
energía suave que infundía esperanza. Cada sonido, desde el goteo persistente
del hielo que se derretía bajo el alero hasta el zumbido distante de la primera
abeja exploradora, se sentía como una nota en una sinfonía de renovación.
El invierno había sido largo, silencioso y duro. Pero en
este primer día, sentí cómo el corazón del mundo volvía a latir. Era un
recordatorio de que, no importa cuán profunda sea la quietud o cuán larga sea
la espera, la vida siempre encuentra el camino para florecer de nuevo. La
primavera no era solo una estación; era una promesa cumplida.
Por Ma. Gloria Carreón Zapata.
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