Capítulo 1:
ELÍAS Y LA
CONTABILIDAD DE DAR.
Elías, el mejor artesano de juguetes de la Ciudad de
Hojalata, tenía dedos que obraban milagros. Sus trenes silbaban con una melodía
que imitaba el viento invernal, y sus soldaditos de madera desfilaban con una
rigidez admirable. Pero si sus manos eran generosas con la belleza, su corazón
era parsimonioso.
Elías había crecido bajo la tutela de unos padres que
equiparaban el valor de la vida con el saldo de una cuenta bancaria. "Las
bendiciones, Elías," le decían, "son una inversión. Nunca se
comparten, se acumulan." Y sobre la gratitud, su padre solía resoplar:
"El agradecimiento es una debilidad; las personas te pagan por tu trabajo,
no por tu bondad."
Ahora, a una semana de la Nochebuena, su taller olía a
pino, barniz y billetes. La gente hacía fila para comprar sus preciadas obras.
Elías, sentado tras su mostrador de ébano, no veía los rostros ilusionados de
los niños que miraban los juguetes; solo veía las monedas de oro que apilaba
cuidadosamente.
Esa tarde, una anciana con un abrigo gastado y una sonrisa
que parecía hecha de luz se acercó al mostrador. Tenía las manos vacías.
"Señor Elías," dijo con voz suave, "sé que
no puedo pagar uno de sus maravillosos autos de carreras, pero necesito algo
especial para mi nieto que está enfermo. ¿Quizás un pequeño juguete de madera
que no haya vendido aún? Algo simple, por favor."
Elías la miró por encima de sus lentes. Su mirada era como
un inventario frío.
"Todo en este taller tiene un precio, señora,"
respondió secamente, señalando un pequeño burro de juguete sin pintar. "El
precio está ahí, marcado en la etiqueta. Y este, en particular, es mi modelo
más antiguo. Lo dudo."
La anciana suspiró, pero su sonrisa no vaciló. Sacó un
pañuelo de su bolsillo y dejó sobre la mesa no monedas, sino una pequeña flor
de papel hecha con una envoltura de caramelo.
"Es todo lo que tengo para ofrecer," dijo.
"Es un recuerdo de mi nieto. Está hecho con amor."
Elías empujó la flor con el dedo, como si fuera suciedad.
"No acepto limosnas ni basura, señora. Acepto oro o plata."
La anciana recogió su flor, asintió con tristeza y se
marchó. Elías sintió un pequeño cosquilleo en el pecho, pero lo ignoró. Era,
seguramente, la acidez de la cena. No era culpa. No era remordimiento. Él solo
estaba administrando sus bienes, tal como le habían enseñado.
Pero esa noche, mientras dormía, el pequeño burro de
juguete que se había negado a vender rodó de la estantería y, al caer, se
rompió. En lugar de aserrín, de su vientre roto cayó una moneda de oro de la
suerte que Elías había guardado allí hacía años, una moneda que su madre le
había dicho que "nunca gastara, solo acumulara".
Capítulo 2:
LA MONEDA RODANTE.
A la mañana siguiente, Elías se despertó con el corazón
acelerado. El pequeño burro de juguete estaba roto y, al lado, brillaba la moneda
de oro. No era una moneda cualquiera; era una reliquia, la base de su futura
fortuna, según la profecía de su madre. La tomó con una reverencia casi
religiosa.
"¡Qué imprudencia la mía!" murmuró, enfundándola
en un pequeño bolsillo interior de su chaleco. "Casi pierdo mi inversión.
Nunca más la dejaré sin vigilancia."
Decidió que la guardaría en la caja fuerte de su banco, la
más segura de la ciudad. Se puso su mejor abrigo y salió del taller, cerrando
con triple llave. Mientras caminaba por la calle adoquinada, nevada y
bulliciosa, su mente solo tenía espacio para el metal precioso que sentía
palpitar cerca de su corazón.
Iba tan absorto en la idea de la seguridad y el valor, que
no prestó atención a nada más. No vio el carruaje que se acercaba, ni la risa
de los niños jugando. Al girar bruscamente en una esquina, su hombro chocó con
un joven mensajero cargado de paquetes navideños.
"¡Cuidado, hombre!" gritó el mensajero, mientras
Elías, con su temperamento avaro, se encendía.
"¡Tenga más cuidado usted! Casi arruina mi..."
En el altercado, Elías gesticuló violentamente y, sin que
lo notara, la costura vieja del bolsillo de su chaleco cedió. La moneda de oro
rodó silenciosamente, rebotando una vez en el suelo helado antes de detenerse
junto a un montón de nieve sucia.
Elías, convencido de que la culpa era del mensajero, siguió
su camino hacia el banco sin notar su pérdida, su mente ya ocupada en la nueva
cuenta de ahorro que abriría.
Minutos más tarde, la anciana del abrigo gastado regresaba
por esa misma calle. Venía de la farmacia, donde había usado sus últimos
centavos para comprar una medicina simple para su nieto. Suspiraba, pensando en
la tristeza que le causaría no tener ni un pequeño juguete para aliviar el
dolor del niño.
De repente, un destello llamó su atención. Ahí, casi
enterrada en el hielo, estaba la moneda de oro.
La anciana la recogió. Era pesada, brillante. Sus ojos se
abrieron con asombro. Nunca había visto tanto oro en un solo lugar. En un
instante, pensó en el auto de carreras del taller de Elías, en la calefacción
que podría comprar, en la comida caliente. Era una fortuna, caída del cielo.
Se quedó allí, sosteniendo la moneda, observando cómo la
gente pasaba de largo. Podría guardarla y nadie lo sabría. Pero justo cuando
estaba a punto de meterla en su bolsillo, recordó la cara de Elías, fría y
juzgadora. Y luego, recordó la pequeña flor de papel que su nieto le había
hecho, y que el artesano había despreciado.
Ella sonrió. Era una sonrisa de una pureza que Elías nunca
podría haber entendido.
Capítulo 3
EL REGALO INESPERADO
Y LA ACUSACIÓN.
La anciana, cuyo nombre era Clara, sostuvo la moneda de
oro, sintiendo su peso. No pensó en ella misma ni en sus necesidades; solo en
la promesa que la moneda representaba para su nieto. Para Clara, una bendición
era una oportunidad para bendecir a otros. Poco le importaba quién la había
perdido; solo importaba que ahora tenía el poder de hacer feliz a alguien que
lo necesitaba.
Con el abrigo ajustado y el corazón latiendo con esperanza,
se dirigió de nuevo al Taller de Juguetes Elías.
Cuando Clara entró, Elías estaba regresando del banco,
furioso. Al llegar a la puerta de la institución, había notado el vacío en el
bolsillo de su chaleco. Había palpado, rebuscado y, finalmente, gritado en
medio de la calle. Su moneda de oro, su reliquia, se había ido. Estaba
regresando al taller para buscar cualquier rastro o, peor aún, para hacer un
inventario de lo que más le importaba: sus posesiones.
Vio a Clara en el umbral, con el mismo abrigo gastado. Y
entonces, sus ojos se fijaron en la mano que ella extendía.
"Señor Elías," dijo Clara, con su sonrisa
tranquila. "Vengo por el auto de carreras que está en el escaparate. El
rojo, el más grande. Creo que ahora puedo comprarlo."
Elías se quedó helado. Su mirada fue de la moneda brillante
en la palma de Clara a su rostro, y luego, a su propio bolsillo vacío. El metal
en la mano de la anciana era inconfundible: era su moneda, la que su madre le
había dicho que "solo acumulara".
La rabia, alimentada por años de avaricia inculcada, le
subió a la cabeza.
"¡Ladronzuela!" bramó Elías, golpeando el
mostrador. "¡Esa es mi moneda! ¡La robaste! ¡Ayer no tenías nada, y hoy
vienes a gastar mi patrimonio!"
Clara se sobresaltó. Su sonrisa se desvaneció, reemplazada
por una expresión de pura tristeza. "Señor, yo encontré esta moneda en la
nieve, hace apenas unos minutos. La providencia la puso en mi camino para el
regalo de mi nieto."
"¡Mentira! ¡Es un robo!" rugió Elías. "¡La
perdiste tú, no yo!"
Sin darle tiempo a explicarse, Elías salió corriendo de su
taller y gritó por la calle, atrayendo la atención de un oficial de policía que
patrullaba cerca.
"¡Oficial, deténgala! ¡Ha robado una moneda de oro de
incalculable valor!"
El oficial, un hombre joven llamado Thomas, entró en el
taller. Vio a Elías, agitado y rojo, y a Clara, pequeña y temblorosa, con el
brillo del oro en su mano.
"Señora," dijo Thomas con voz seria, "tendrá
que acompañarme."
Elías sintió una satisfacción oscura. Había recuperado su
dinero y, con suerte, esa mujer aprendería que las cosas no se
"encuentran" por providencia, sino que se pagan.
En ese momento, para
él, la justicia era la recuperación de la riqueza.
Mientras el oficial se llevaba a Clara, Elías tomó la
moneda de oro y la guardó, sintiéndose triunfante. Pero justo cuando se
disponía a cerrar la puerta, vio algo en el suelo que no había notado antes.
Junto a donde había estado Clara, había una pequeña flor de
papel arrugada y descolorida. No la había tirado Elías; había caído del
bolsillo de Clara cuando la había agarrado. Elías recordó su desprecio del día
anterior.
Y por primera vez en años, el "cosquilleo" en su
pecho no era acidez. Era una punzada aguda. La flor de papel, un regalo de
amor, parecía acusarlo en el silencio del taller.
Capítulo 4
LA FLOR DE PAPEL Y LA
MONEDA HUECA.
Elías se quedó solo en el silencio opresivo de su taller,
el brillo del oro en su mano pareciendo ahora frío y pesado. Volvió a examinar
la moneda, su "inversión acumulada", la prueba tangible de las
enseñanzas de sus padres.
Luego, miró la flor de papel. Era insignificante, hecha con
la envoltura de un dulce, y sin embargo, contenía un valor que ninguna casa de
moneda podría tasar. La había hecho un niño enfermo, un acto de amor y gratitud
para la persona que más lo cuidaba.
"Hecho con amor," habían sido las palabras de
Clara.
Elías había despreciado ese regalo. Sus padres nunca le
habían enseñado el idioma del afecto. Sus regalos siempre venían con una
etiqueta de precio y una expectativa de devolución, no con el simple calor de
la generosidad desinteresada. Él solo conocía el egoísmo, la avaricia y la fría
contabilidad. El amor era un concepto abstracto que él había aprendido a
descartar como una mala inversión.
Sintió la punzada en el pecho, y esta vez, Elías no la
atribuyó a la acidez.
Era un dolor profundo
que venía de una carencia vital. Él tenía el oro, pero Clara poseía algo
infinitamente más valioso: la capacidad de amar y el privilegio de recibir un
amor puro a cambio. Ella estaba dispuesta a sacrificar todo por un pequeño
gesto de alegría para su nieto; él estaba dispuesto a sacrificar la dignidad de
una anciana solo por acumular un metal que ya tenía.
Tomó la flor de papel y la arrugó en su puño. Pero en lugar
de tirarla, la abrió lentamente. Al hacerlo, notó una pequeña mancha oscura en
uno de los pétalos. Era de la misma tierra en la que había encontrado la
moneda.
De repente, la verdad lo golpeó con la fuerza de un trineo
descontrolado. Clara no mentía. Ella había encontrado la moneda justo donde él
la había perdido, y su primer instinto no había sido guardarla o invertirla,
sino convertirla en la felicidad de otro. Ella no había robado. Él había robado
el buen nombre de una mujer noble, impulsado por una lección de vida errónea.
Elías miró el auto de carreras rojo en el escaparate, y por
primera vez, no vio el precio. Vio la alegría que ese juguete podría llevar a
un niño postrado en cama.
La moneda de oro en su mano se sentía ahora como una carga
insoportable, un símbolo de su fracaso humano. Si la vida era acumular
bendiciones, él había acumulado soledad.
Rápidamente, se puso el abrigo. Tenía que enmendar su
error, y rápido. La Navidad no era un balance de cuentas, sino una entrega del
corazón. Una idea que nunca le habían enseñado, pero que la simpleza de una
flor de papel le estaba gritando al alma.
Capítulo 5
LA NOCHE BUENA DEL
CORAZÓN ABIERTO.
Elías corrió, sujetando la moneda de oro en una mano y la
pequeña flor de papel en la otra. No se detuvo hasta llegar a la estación de
policía, un edificio frío y de ladrillos sombríos.
Encontró al Oficial Thomas llenando un informe, y a Clara
sentada en un banco, pequeña y silenciosa, pero aún con ese halo de luz
tranquila a su alrededor.
"¡Oficial, deténgase! ¡He cometido un error
terrible!" gritó Elías, casi sin aliento.
Thomas levantó la vista, ceñudo. "¿Señor Elías? ¿Qué
sucede ahora?"
"Sucede que la Señora Clara es inocente," confesó
Elías, con la vergüenza quemándole la cara. "La moneda es mía, pero ella
la encontró. La perdí yo, por mi propia desatención. Fui yo quien la acusó
injustamente, impulsado por... por el peor lado de mí."
Se acercó a Clara, se quitó el sombrero y se inclinó, un gesto
que no había hecho en décadas.
"Señora Clara, por favor, perdóneme," dijo, y su
voz, habitualmente cortante, se rompió por la emoción. "Soy un hombre que
ha vivido sin afecto, sin saber dar. Usted demostró más nobleza con una flor de
papel que yo con todo mi oro. Yo robé su dignidad y usted me ha enseñado el
valor real de la vida."
Clara no dijo nada, solo le dedicó una mirada de compasión,
sin rencor.
Elías sintió que, si bien había recuperado el oro, su
verdadera riqueza estaba de pie frente a él. Sacó la moneda.
"Esta moneda," continuó Elías, poniéndola en la
mano de Clara, "le pertenece a usted, como prueba de que la providencia
existe. Y el auto de carreras rojo también. Pero le ruego que acepte algo
más."
Señaló la flor de papel en su otra mano. "Usted y su
nieto son la razón por la que entiendo la alegría. Sé que no me lo enseñaron,
pero quiero aprender a compartir las bendiciones que he acumulado. Y estoy muy,
muy solo."
Una lágrima rodó por la mejilla de Elías. "Les ruego
que pasen la Nochebuena conmigo en mi casa. Está llena de juguetes y de calor,
pero vacía de alegría. Por favor, vengan a enseñarme a celebrar la Navidad con
el corazón."
Clara miró la moneda, luego al hombre que había pasado de
ser un tirano avaro a un alma arrepentida. Su sonrisa regresó, cálida y
completa.
"Elías," dijo ella con dulzura, "la Navidad
es para los corazones abiertos. Y un perdón, mi buen hombre, se da de
inmediato."
Clara aceptó la moneda, pero no para ella. La puso de nuevo
en la mano de Elías. "Elías, esta noche, su bendición es su
arrepentimiento. El auto de carreras será la alegría de mi nieto, y la
invitación a Nochebuena será un regalo para mí. La Navidad es una época para
compartir una mesa y una historia. Estaremos encantados de acompañarlo."
Esa Nochebuena, el Taller de Juguetes Elías no se llenó de
clientes, sino de luz. Elías, Clara y su pequeño nieto enfermo compartieron una
cena sencilla. El niño, feliz con su auto de carreras, hizo que Elías se
sentara y jugara con él.
Por primera vez, Elías no contó sus bienes; contó sus
bendiciones. La moneda de oro, la base de la fortuna que nunca gastaría, ahora
descansaba en la repisa sobre la chimenea, junto a una pequeña flor de papel,
el recordatorio constante de que la verdadera magia de dar no reside en el
valor de lo que se entrega, sino en la generosidad desinteresada con la que se
abre el corazón. Y ese, pensó Elías, era el regalo más preciado de todos.
Autora: Ma. Gloria
Carreón Zapata.
Obra literaria
registrada.
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