La decepción aún ardía en el pecho de Dana, un rescoldo de
la relación que la había dejado en una profunda, casi paralizante, depresión
hacía apenas unos meses. Se había refugiado en la red, no buscando consuelo,
sino distracción.
Fue en medio de ese letargo emocional cuando apareció un
mensaje inusual. Ella era famosa por ignorar los chats de desconocidos, pero
algo en la notificación vibró con una urgencia que no pudo ignorar. Era una
corazonada, la pequeña voz que le gritaba que debía hacer una excepción.
El remitente era José Luis.
Con el corazón, que creía ya cicatrizado, latiendo deprisa,
abrió la ventana. El mensaje era de una simplicidad brutal: -¡Hola! Mi nombre
es José Luis, ¿cuál es tu nombre?, un placer conocerte.-
Antes de responder, pinchó en su perfil. La foto mostraba un
hombre de semblante honesto, vestido con ropa vaquera, y un sombrero que le
cubría ligeramente la mirada. No era su "tipo", ella solía gravitar
hacia lo urbano y sofisticado, pero había una solidez, una quietud en él que le
pareció magnética. ¿Acaso era el amor llamando a la puerta, se preguntó, con
esa desesperada esperanza que solo la soledad puede inspirar?
Él no esperó su respuesta. El siguiente mensaje llegó de
inmediato, sin rastro de coqueteo, preguntando simplemente de qué lugar era.
Curiosamente, la coincidencia fue instantánea: ambos eran del mismo Estado y
País.
La amistad se gestó con una rapidez inesperada. Dana se
enamoró de la diferencia que él marcaba. José Luis no la halagaba ni intentaba
conquistarla; la escuchaba sobre su trabajo, compartía anécdotas de su vida
sencilla, y conversaban sobre sus raíces comunes. Era refrescante, genuino.
Ella le había confiado su frustración con su carrera, algo
que nadie más entendía. Él respondió con una honestidad desarmante que la tomó
por sorpresa.
A veces es mejor no encajar, Dana. El mundo necesita menos
copias y más originales. Lo que describes no es un fracaso; es el inicio de tu
camino de verdad.
Esas palabras, directas y sin azúcar, penetraron la coraza
de cinismo que Dana se había puesto. Ella se sentía validada, vista, por
primera vez en mucho tiempo. Él no intentaba arreglarla, solo le daba permiso
para ser ella misma. En esas conversaciones, donde el tiempo se detenía, ella
experimentó el primer destello de alegría sincera en meses.
Pero la amistad venía con un manto de misterio que
alimentaba su ansiedad. Dana vivía pendiente de la notificación, esperando sus
mensajes con una mezcla de emoción y pánico. A menudo se quedaba mirando la
pantalla, pues él no se conectaba. Y, lo que más la inquietaba, era que siempre
entraba con el estado apagado, como si estuviera utilizando una cuenta
fantasma, escondiéndose de alguien. -Tal vez es casado, con hijos-, se
preguntaba Dana, mordiéndose el labio mientras esa sospecha dolorosa se
instalaba en la base de su estómago.
La semana se hizo eterna. Los días pasaron sin un solo saludo,
ni una sola línea. Justo cuando la frustración se convertía en la firme
decisión de borrar su contacto, la ventana de chat saltó. Era él.
Su justificación fue tan vaga como el humo: -Me quedé
dormido dos días seguidos-
Esa excusa, sumada a la recurrente desaparición durante
todos los fines de semana, confirmó su sospecha más profunda. Era un hombre con
un compromiso.
¿Y ahora qué? Dana estaba, sin remedio, profundamente
enamorada de ese fantasma.
Ella trató de luchar. Le envió mensajes más cálidos, le
preguntó por sus planes, intentó abrir una brecha en su armadura. Pero él era
ahora un témpano. Sus respuestas eran cortas, distantes, tardaban horas.
Entendió que José Luis no era malo, solo era emocionalmente inaccesible.
Era frío y se mantenía a una distancia calculada, sin
exteriorizar ni una pizca de afecto genuino hacia ella.
Las cicatrices del pasado se convirtieron en su mejor
maestra. Ya había vivido el dolor de aferrarse a alguien que no la quería. Esta
vez, no se hundiría.
Con un dolor silencioso pero firme, Dana tomó su decisión.
Bloqueó su perfil y cerró la aplicación, eligiendo tomar distancia, no para
olvidarlo, sino para recordarse a sí misma que su paz valía más que la incierta
y fría amistad de un desconocido. Era hora de dejar de mendigar migajas de
cariño.










