sábado, 13 de diciembre de 2025

LA BIBLIOTECA DEL ÚLTIMO AMANECER.

 



                                                                                       

 

Un Llamamiento a Soltar las Armas y Abrazar los Libros.

 

​El mundo se había convertido en un eco de acero y resentimiento, un campo de batalla silencioso donde la ambición desmedida había tejido fronteras invisibles de desconfianza. En cada ciudad, la gente caminaba con los hombros encogidos, llevando consigo el peso de la desmoralización colectiva. La codicia se había erigido como la única ley, devorando la esperanza.

​Pero en el corazón de esta neblina, existía un lugar improbable:

" El Archivo de la Quietud", una biblioteca abandonada en la cima de una colina olvidada.

​Una joven llamada Elara, cansada del ruido de la violencia, decidió que, si la humanidad no podía encontrar un motivo para unirse, tal vez podría encontrar una razón para detenerse. Una noche, en lugar de empuñar un machete, encendió una lámpara y tomó un libro cubierto de terciopelo desgastado.


​I.- El Desarme Emocional: El Poder de la Poesía.


​Elara no gritó un manifiesto; simplemente comenzó a leer en voz alta. Su voz, amplificada por el silencio, rompió el hábito de la confrontación. Los primeros en escucharla fueron hombres armados. Se detuvieron, confundidos, mientras ella leía sobre nebulosas y la vasta e indiferente majestuosidad del universo.

​Día tras día, Elara usó el arma más efectiva: la poesía, que humaniza y sensibiliza el corazón del mortal.

​Haikus de la Quietud (Cien Imágenes Sin Prisa) obligaron a la lentitud, enseñando a mentes acostumbradas a la adrenalina a apreciar un detalle sin poseerlo.

​Versos Libres sobre la Guerra no glorificaban la lucha, sino que narraban la perspectiva del huérfano y la madre, forzando a los oyentes a confrontar el dolor que habían infligido y reprimido.

​Sonetos de la Conexión exploraron el amor y la amistad, rompiendo con la idea de que la vida es una competencia de supervivencia.

​Un anciano, un líder de facción cuya mano conocía el gatillo mejor que el lápiz, se acercó a Elara. Depositó su rifle oxidado a sus pies. Elara, en lugar de tocar el arma, le ofreció un libro sobre botánica. "Míralo, no como un arma, sino como una semilla," le dijo. "Contiene más vida que cualquier proyectil."

​La gente empezó a subir la colina, y las armas fueron puestas en montones solemnes.

El Archivo se convirtió en el corazón palpitante de la civilización, donde los antiguos guerreros aprendieron que la poesía era la forma más honesta de hacer un inventario del alma, transformando la furia en investigación y el odio en descubrimiento.


​II.- La Estructura de la Paz: Razón y Verdad Imparcial.


​Elara sabía que el corazón sanado necesitaba una mente anclada. La ciencia y la filosofía entraron para transformar la ambición destructiva en ambición constructiva.

​La Filosofía desmanteló las ideologías de superioridad. Los antiguos codiciosos confrontaron el Utilitarismo, que prioriza el bien común, y la Deontología, que exige la obligación moral. Aprendieron a identificar falacias lógicas, desarmando la manipulación en el discurso. El Contrato Social reemplazó la ley del más fuerte.

​La Ciencia ofreció la búsqueda humilde de la verdad. La Física y la Cosmología ofrecieron una perspectiva objetiva de la insignificancia de sus disputas ante la vastedad universal.

La Biología y Ecología enseñaron el concepto vital de la simbiosis, demostrando que, si una parte del sistema se vuelve demasiado codiciosa, todo colapsa. La Matemática ofreció la belleza de las verdades inmutables y la necesidad de la distribución equitativa.

​La humanidad no solo sintió empatía, sino que obtuvo la capacidad analítica para construir sistemas que protegieran esa empatía.


III.- El Amanecer de los Lectores.


​Pasaron las estaciones. El Archivo de la Quietud se convirtió en la capital moral de un mundo en regeneración: El Círculo de la Comprensión.

​La ambición se redireccionó. La Academia de la Pregunta reemplazó a los cuarteles, donde la máxima ambición era refutar una teoría con evidencia y lógica. La riqueza no se medía en acumulación, sino en la distribución eficiente del bienestar. Antes de cada decisión importante, se leía un pasaje de poesía o filosofía, un ritual de humildad para reconectar la mente con el corazón.

​Elara, ya anciana, observaba la transformación. Un niño le preguntó: --¿Por qué antes éramos tan violentos?--

​Elara señaló el monumento de las armas cubiertas de hiedra y respondió:

​-- Fuimos violentos, mi pequeño, porque no teníamos un lenguaje para nuestra tristeza, ni una métrica para nuestra bondad. La codicia nos prometió control, pero solo nos dio vacío. Ahora, los libros son nuestras armas y nuestros mapas. Soltamos las armas y, al hacerlo, finalmente abrazamos lo que significa ser humano --

​La humanidad, desmoralizada por la codicia y salvada por la página, comenzó a escribir su capítulo más prometedor: un futuro donde el único sonido de batalla era el silencio concentrado de miles de mentes leyendo y creando.

 

 


 Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata.

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DANA Y EL SECRETO DEL BOSQUE DE CRISTAL.

 






​Dana era una niña de cinco años con el pelo del color del caramelo y una risa que sonaba como un puñado de campanitas. Vivía en una cabaña pequeña justo al borde del Bosque de Cristal, un lugar que todos en el pueblo decían que estaba encantado, especialmente en invierno.

​Mientras las otras casas se adornaban con luces eléctricas, Dana solo tenía un pequeño pino con tres adornos de madera tallados por su abuelo. Pero a Dana no le importaba. Para ella, su arbolito era el más especial del mundo.

​Un día, mientras caían los primeros copos de nieve grandes, Dana siguió a una mariposa de alas azules más allá de su jardín. La mariposa se deslizó entre unos arbustos y, cuando Dana los atravesó, el mundo cambió.

​El aire se hizo denso con un olor dulce a menta y pino. El sol ya no se veía, pero todo brillaba: los árboles tenían ramas cubiertas de una escarcha tan perfecta que parecían hechas de vidrio soplado, y el suelo era un colchón de musgo que resplandecía como terciopelo verde. Dana había entrado en el Bosque Encantado.

​Pronto, encontró a un pequeño duende sentado en una seta, llorando. El duende, llamado Musgo, le mostró un trozo de corteza rota. Con esa corteza mágica hacían las cestas para guardar la Luz Mágica de Navidad.

​-El problema-, le explicó Musgo,  - es que la Luz Mágica solo sirve si la canasta está hecha con la Corteza de la Paciencia, el Musgo de la Gratitud y el Hilo de la Amistad.

Las cosas bonitas no son bonitas por ser nuevas o perfectas, sino por lo que se necesita para crealas -

​En ese momento, tres Hadas del Polvo de Estrellas volaron hacia ellos. El hada Cristal les dijo que la Luz Mágica se estaba apagando porque los humanos habían olvidado el valor de lo pequeño y solo deseaban cosas grandes y caras.

​-Tienes que encontrar tres ingredientes especiales -, dijo el hada Nieve: -el Regalo que No se Compra, la Dulce que No Se Come, y la Joya que No Brilla Sola-


​ El Primer Tesoro: La Fe.


​Musgo le indicó a Dana que fuera al Valle de los Ecos para encontrar el Regalo que No se Compra.

​El Valle estaba lleno del ruido ensordecedor de los deseos de los humanos: —¡Quiero la consola más grande!— —¡Deseo cien regalos caros!—

​El hada Cristal le aconsejó: - La Fe es un susurro. Solo se escucha cuando el corazón está quieto. Tienes que creer sin pedir nada a cambio -

​Dana se sentó, cerró los ojos y se concentró en su arbolito, pensando en el amor y la paciencia de su abuelo.

Hizo una promesa silenciosa:  -Deseo que el Bosque de Cristal recupere su Luz Mágica, porque la magia sencilla es lo más valioso de todo -

​En cuanto ese pensamiento puro salió de su corazón, el ruido del Valle se detuvo. En el centro, una luz tibia y suave, que era la Fe, comenzó a elevarse y se instaló en el saquito de terciopelo de Dana. ¡Primer tesoro encontrado!


​ El Segundo Tesoro: El Amor.


​Dana se dirigió al Rincón de la Memoria, donde las historias crecían en los árboles y los faroles estaban llenos de recuerdos. Pero la luz de los faroles era gris porque los humanos solo recordaban lo amargo.

​Musgo le dijo que buscara el recuerdo que fuera totalmente dulce: la Dulce que No Se Come.

​Dana pensó en la Navidad pasada y en el momento en que su abuelo le entregó los adornos de madera con una voz llena de amor incondicional.

​-¡El amor, Musgo! El amor es la dulce que no se come -, exclamó Dana.

​En ese momento, un farol se encendió con un brillo cálido y dorado. De él flotó una sustancia dorada y pegajosa, pero ligera y cálida. Era el extracto más puro de la bondad y el cariño, el Amor.

​El segundo ingrediente se instaló junto a la Fe en el saquito de Dana.


El Tercer Tesoro: La Familia.


​El hada Esencia guio a Dana al Lago de la Vanidad, un lugar impresionante de árboles de plata pulida y un lago espejo, pero donde todo era frío y deslumbrante, sin calor.

​En la orilla, Dana vio muchas gemas de hielo, brillantes como diamantes, pero esparcidas y solas.  - Esta es la Joya que No Brilla Sola -, dijo el hada Nieve.  - Se rompió porque cada pieza piensa solo en sí misma -

​Dana se dio cuenta: para que el mundo fuera cálido, se necesitaba unión.

​- La joya no puede brillar sola -, dijo Dana.  - Se necesita a los abuelos, a los padres, a los hermanos... ¡se necesita a toda la Familia junta para reflejar el calor!-

​Dana recogió las gemas y las juntó en un círculo en su mano. Al tocarse, dejaron de emitir una luz fría. Se encendieron con un resplandor dorado y ardiente.

​Una intensa luz cálida flotó desde el círculo de gemas hasta el saquito de Dana. ¡El tercer tesoro estaba completo!

​En cuanto el tesoro entró en la bolsa, el Bosque de Cristal cobró vida con calor. La Luz Mágica de Navidad se encendió de nuevo.


​ El Secreto del Valor.


​Musgo y las hadas le dieron un regalo a Dana: una pequeña campanita de cristal de hielo que sonaría solo cuando el valor de las cosas sencillas fuera más grande que el valor de las cosas caras.

​Dana regresó a su casa. Colgó la campanita de cristal junto a sus tres adornos de madera, y esta sonó con el sonido más dulce y claro que jamás había escuchado.

​Esa Navidad, Dana no tuvo muchos regalos, pero sabía que poseía los tesoros más grandes del mundo: la Fe, el Amor y la Familia. Y gracias a ella, la magia simple y verdadera de la Navidad brilló con más fuerza que cualquier joya.





​Fin.



Autora : Ma. Gloria Carreón Zapata.

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ENCONTRÁNDOME A MÍ MISMA

 


 


 

​La inmensidad verde del bosque me envolvió de inmediato, invitándome a adentrarme en su misterio. Dispuesta a gozar de su hechizo, me adentré en la arboleda.

​El melodioso canto de las aves rompía el denso silencio. Las hojas secas, girando como diminutas naves, se resistían a desprenderse de las ramas, como si cada una transportara extraordinarias y microscópicas criaturas. Los árboles milenarios me daban la bienvenida moviendo sus copas al vaivén del viento.

​Entre el abundante follaje, vi desplazarse con agilidad a pequeños seres de unos veinte centímetros. Vestían ropas vistosas y me miraban con ternura a través de sus ojos pequeños y hundidos, coronados por orejas y sombreros puntiagudos.

 Incrédula, observé cómo se dispersaban, acorralándome en un intento juguetón de asustarme. En segundos, algunos se transformaron en bellas aves de colores que revolotearon sobre mi cabeza.

​Me quedé inmóvil, temerosa de pisar a los que me rodeaban. Avisté un tronco caído y me dirigí hacia él; desde esa altura privilegiada seguí observándolos. Me miraban con curiosidad, sin duda considerándome un bicho raro que invadía su hábitat.

 No sentí miedo; al contrario, me sentí parte de ellos, solo que con mayor estatura y diferentes facciones. De pronto, empezaron a lanzar pequeñas ramas sobre mi cabeza.

​"Quieren jugar," musité para mí misma; estaban entrando en confianza. Logré escuchar sus risillas maliciosas y traviesas que se confundían con el soplido del viento.

 Me levanté y comencé a andar, y pude percatarme de que me seguían. Otros se colgaban de los ramales que unían los árboles. Una sensación de paz me invadió; deseé quedarme para siempre en ese mágico lugar. Al detenerme frente a un árbol gigantesco, vi un hueco que simulaba una puerta.

​"Seguramente es donde viven," me dije. Me arrodillé y luego me acosté sobre el césped, logrando introducir la mitad de mi cuerpo en la cavidad. Lo que vi me dejó pasmada. El interior estaba habitado por pequeños seres con alas de esplendorosos colores que iluminaban la oscura madriguera. Al darse cuenta de mi presencia, elevaron el vuelo hacia lo alto del tronco.

​Saqué mi entrometido cuerpo del hueco y comencé a correr alrededor del árbol, seguida por las criaturas aladas que se posaban en mi cabeza y en mi torso. Los demás hombrecillos, sin dejar de reír, se asomaron por todos lados para unirse a la diversión. Ignoro cuánto tiempo pasó; duendes, hadas, naturaleza y viento formábamos el más bello complemento. Ahí, en la risa compartida con esos entes fantásticos, comprendí que había recuperado la niña que llevo dentro.

​Al retornar, la armonía del bosque se disolvió en la cruda luz de la realidad, convirtiéndose en un doloroso espejo.

La comunión que experimenté con esos seres fantásticos reveló la profunda ceguera de nuestra especie. ¿Cómo podemos llamarnos la cúspide de la inteligencia cuando somos incapaces de percibir la dignidad en todo lo que nos rodea?

 Nos hemos autoproclamado amos de este planeta, y bajo esa arrogante etiqueta, hemos justificado la destrucción sistemática: el sometimiento de los demás seres vivos, la devastación del verdor y la sordera ante el canto de la Madre Naturaleza. Olvidamos que la vida no es un recurso a explotar, sino una red interconectada.

Es una ironía amarga: encontramos consuelo en fantasías mientras destruimos la magia tangible que nos mantiene vivos. La inocencia de la niñez nos permite ver ese valor; la adultez, por conveniencia y codicia, elige activamente ignorarlo.




Autora : Ma. Gloria Carreón Zapata.

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LA MAGIA DE DAR

 





​ Capítulo 1:

ELÍAS Y LA CONTABILIDAD DE DAR.

 

 

​Elías, el mejor artesano de juguetes de la Ciudad de Hojalata, tenía dedos que obraban milagros. Sus trenes silbaban con una melodía que imitaba el viento invernal, y sus soldaditos de madera desfilaban con una rigidez admirable. Pero si sus manos eran generosas con la belleza, su corazón era parsimonioso.

​Elías había crecido bajo la tutela de unos padres que equiparaban el valor de la vida con el saldo de una cuenta bancaria. "Las bendiciones, Elías," le decían, "son una inversión. Nunca se comparten, se acumulan." Y sobre la gratitud, su padre solía resoplar: "El agradecimiento es una debilidad; las personas te pagan por tu trabajo, no por tu bondad."

​Ahora, a una semana de la Nochebuena, su taller olía a pino, barniz y billetes. La gente hacía fila para comprar sus preciadas obras. Elías, sentado tras su mostrador de ébano, no veía los rostros ilusionados de los niños que miraban los juguetes; solo veía las monedas de oro que apilaba cuidadosamente.

​Esa tarde, una anciana con un abrigo gastado y una sonrisa que parecía hecha de luz se acercó al mostrador. Tenía las manos vacías.

​"Señor Elías," dijo con voz suave, "sé que no puedo pagar uno de sus maravillosos autos de carreras, pero necesito algo especial para mi nieto que está enfermo. ¿Quizás un pequeño juguete de madera que no haya vendido aún? Algo simple, por favor."

​Elías la miró por encima de sus lentes. Su mirada era como un inventario frío.

​"Todo en este taller tiene un precio, señora," respondió secamente, señalando un pequeño burro de juguete sin pintar. "El precio está ahí, marcado en la etiqueta. Y este, en particular, es mi modelo más antiguo. Lo dudo."

​La anciana suspiró, pero su sonrisa no vaciló. Sacó un pañuelo de su bolsillo y dejó sobre la mesa no monedas, sino una pequeña flor de papel hecha con una envoltura de caramelo.

​"Es todo lo que tengo para ofrecer," dijo. "Es un recuerdo de mi nieto. Está hecho con amor."

​Elías empujó la flor con el dedo, como si fuera suciedad. "No acepto limosnas ni basura, señora. Acepto oro o plata."

​La anciana recogió su flor, asintió con tristeza y se marchó. Elías sintió un pequeño cosquilleo en el pecho, pero lo ignoró. Era, seguramente, la acidez de la cena. No era culpa. No era remordimiento. Él solo estaba administrando sus bienes, tal como le habían enseñado.

​Pero esa noche, mientras dormía, el pequeño burro de juguete que se había negado a vender rodó de la estantería y, al caer, se rompió. En lugar de aserrín, de su vientre roto cayó una moneda de oro de la suerte que Elías había guardado allí hacía años, una moneda que su madre le había dicho que "nunca gastara, solo acumulara".

 

 

​Capítulo 2:

LA MONEDA RODANTE.


 

​A la mañana siguiente, Elías se despertó con el corazón acelerado. El pequeño burro de juguete estaba roto y, al lado, brillaba la moneda de oro. No era una moneda cualquiera; era una reliquia, la base de su futura fortuna, según la profecía de su madre. La tomó con una reverencia casi religiosa.

​"¡Qué imprudencia la mía!" murmuró, enfundándola en un pequeño bolsillo interior de su chaleco. "Casi pierdo mi inversión. Nunca más la dejaré sin vigilancia."

​Decidió que la guardaría en la caja fuerte de su banco, la más segura de la ciudad. Se puso su mejor abrigo y salió del taller, cerrando con triple llave. Mientras caminaba por la calle adoquinada, nevada y bulliciosa, su mente solo tenía espacio para el metal precioso que sentía palpitar cerca de su corazón.

​Iba tan absorto en la idea de la seguridad y el valor, que no prestó atención a nada más. No vio el carruaje que se acercaba, ni la risa de los niños jugando. Al girar bruscamente en una esquina, su hombro chocó con un joven mensajero cargado de paquetes navideños.

​"¡Cuidado, hombre!" gritó el mensajero, mientras Elías, con su temperamento avaro, se encendía.

​"¡Tenga más cuidado usted! Casi arruina mi..."

​En el altercado, Elías gesticuló violentamente y, sin que lo notara, la costura vieja del bolsillo de su chaleco cedió. La moneda de oro rodó silenciosamente, rebotando una vez en el suelo helado antes de detenerse junto a un montón de nieve sucia.

​Elías, convencido de que la culpa era del mensajero, siguió su camino hacia el banco sin notar su pérdida, su mente ya ocupada en la nueva cuenta de ahorro que abriría.

​Minutos más tarde, la anciana del abrigo gastado regresaba por esa misma calle. Venía de la farmacia, donde había usado sus últimos centavos para comprar una medicina simple para su nieto. Suspiraba, pensando en la tristeza que le causaría no tener ni un pequeño juguete para aliviar el dolor del niño.

​De repente, un destello llamó su atención. Ahí, casi enterrada en el hielo, estaba la moneda de oro.

​La anciana la recogió. Era pesada, brillante. Sus ojos se abrieron con asombro. Nunca había visto tanto oro en un solo lugar. En un instante, pensó en el auto de carreras del taller de Elías, en la calefacción que podría comprar, en la comida caliente. Era una fortuna, caída del cielo.

​Se quedó allí, sosteniendo la moneda, observando cómo la gente pasaba de largo. Podría guardarla y nadie lo sabría. Pero justo cuando estaba a punto de meterla en su bolsillo, recordó la cara de Elías, fría y juzgadora. Y luego, recordó la pequeña flor de papel que su nieto le había hecho, y que el artesano había despreciado.

​Ella sonrió. Era una sonrisa de una pureza que Elías nunca podría haber entendido.

 

 

​ Capítulo 3

EL REGALO INESPERADO Y LA ACUSACIÓN.


 

​La anciana, cuyo nombre era Clara, sostuvo la moneda de oro, sintiendo su peso. No pensó en ella misma ni en sus necesidades; solo en la promesa que la moneda representaba para su nieto. Para Clara, una bendición era una oportunidad para bendecir a otros. Poco le importaba quién la había perdido; solo importaba que ahora tenía el poder de hacer feliz a alguien que lo necesitaba.

​Con el abrigo ajustado y el corazón latiendo con esperanza, se dirigió de nuevo al Taller de Juguetes Elías.

​Cuando Clara entró, Elías estaba regresando del banco, furioso. Al llegar a la puerta de la institución, había notado el vacío en el bolsillo de su chaleco. Había palpado, rebuscado y, finalmente, gritado en medio de la calle. Su moneda de oro, su reliquia, se había ido. Estaba regresando al taller para buscar cualquier rastro o, peor aún, para hacer un inventario de lo que más le importaba: sus posesiones.

​Vio a Clara en el umbral, con el mismo abrigo gastado. Y entonces, sus ojos se fijaron en la mano que ella extendía.

​"Señor Elías," dijo Clara, con su sonrisa tranquila. "Vengo por el auto de carreras que está en el escaparate. El rojo, el más grande. Creo que ahora puedo comprarlo."

​Elías se quedó helado. Su mirada fue de la moneda brillante en la palma de Clara a su rostro, y luego, a su propio bolsillo vacío. El metal en la mano de la anciana era inconfundible: era su moneda, la que su madre le había dicho que "solo acumulara".

​La rabia, alimentada por años de avaricia inculcada, le subió a la cabeza.

​"¡Ladronzuela!" bramó Elías, golpeando el mostrador. "¡Esa es mi moneda! ¡La robaste! ¡Ayer no tenías nada, y hoy vienes a gastar mi patrimonio!"

​Clara se sobresaltó. Su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una expresión de pura tristeza. "Señor, yo encontré esta moneda en la nieve, hace apenas unos minutos. La providencia la puso en mi camino para el regalo de mi nieto."

​"¡Mentira! ¡Es un robo!" rugió Elías. "¡La perdiste tú, no yo!"

​Sin darle tiempo a explicarse, Elías salió corriendo de su taller y gritó por la calle, atrayendo la atención de un oficial de policía que patrullaba cerca.

​"¡Oficial, deténgala! ¡Ha robado una moneda de oro de incalculable valor!"

​El oficial, un hombre joven llamado Thomas, entró en el taller. Vio a Elías, agitado y rojo, y a Clara, pequeña y temblorosa, con el brillo del oro en su mano.

​"Señora," dijo Thomas con voz seria, "tendrá que acompañarme."

​Elías sintió una satisfacción oscura. Había recuperado su dinero y, con suerte, esa mujer aprendería que las cosas no se "encuentran" por providencia, sino que se pagan.

 En ese momento, para él, la justicia era la recuperación de la riqueza.

​Mientras el oficial se llevaba a Clara, Elías tomó la moneda de oro y la guardó, sintiéndose triunfante. Pero justo cuando se disponía a cerrar la puerta, vio algo en el suelo que no había notado antes.

​Junto a donde había estado Clara, había una pequeña flor de papel arrugada y descolorida. No la había tirado Elías; había caído del bolsillo de Clara cuando la había agarrado. Elías recordó su desprecio del día anterior.

​Y por primera vez en años, el "cosquilleo" en su pecho no era acidez. Era una punzada aguda. La flor de papel, un regalo de amor, parecía acusarlo en el silencio del taller.

 

Capítulo 4

LA FLOR DE PAPEL Y LA MONEDA HUECA.


 

​Elías se quedó solo en el silencio opresivo de su taller, el brillo del oro en su mano pareciendo ahora frío y pesado. Volvió a examinar la moneda, su "inversión acumulada", la prueba tangible de las enseñanzas de sus padres.

​Luego, miró la flor de papel. Era insignificante, hecha con la envoltura de un dulce, y sin embargo, contenía un valor que ninguna casa de moneda podría tasar. La había hecho un niño enfermo, un acto de amor y gratitud para la persona que más lo cuidaba.

​"Hecho con amor," habían sido las palabras de Clara.

​Elías había despreciado ese regalo. Sus padres nunca le habían enseñado el idioma del afecto. Sus regalos siempre venían con una etiqueta de precio y una expectativa de devolución, no con el simple calor de la generosidad desinteresada. Él solo conocía el egoísmo, la avaricia y la fría contabilidad. El amor era un concepto abstracto que él había aprendido a descartar como una mala inversión.

​Sintió la punzada en el pecho, y esta vez, Elías no la atribuyó a la acidez.

 Era un dolor profundo que venía de una carencia vital. Él tenía el oro, pero Clara poseía algo infinitamente más valioso: la capacidad de amar y el privilegio de recibir un amor puro a cambio. Ella estaba dispuesta a sacrificar todo por un pequeño gesto de alegría para su nieto; él estaba dispuesto a sacrificar la dignidad de una anciana solo por acumular un metal que ya tenía.

​Tomó la flor de papel y la arrugó en su puño. Pero en lugar de tirarla, la abrió lentamente. Al hacerlo, notó una pequeña mancha oscura en uno de los pétalos. Era de la misma tierra en la que había encontrado la moneda.

​De repente, la verdad lo golpeó con la fuerza de un trineo descontrolado. Clara no mentía. Ella había encontrado la moneda justo donde él la había perdido, y su primer instinto no había sido guardarla o invertirla, sino convertirla en la felicidad de otro. Ella no había robado. Él había robado el buen nombre de una mujer noble, impulsado por una lección de vida errónea.

​Elías miró el auto de carreras rojo en el escaparate, y por primera vez, no vio el precio. Vio la alegría que ese juguete podría llevar a un niño postrado en cama.

​La moneda de oro en su mano se sentía ahora como una carga insoportable, un símbolo de su fracaso humano. Si la vida era acumular bendiciones, él había acumulado soledad.

​Rápidamente, se puso el abrigo. Tenía que enmendar su error, y rápido. La Navidad no era un balance de cuentas, sino una entrega del corazón. Una idea que nunca le habían enseñado, pero que la simpleza de una flor de papel le estaba gritando al alma.

 

 

​Capítulo 5

LA NOCHE BUENA DEL CORAZÓN ABIERTO.

 

 

​Elías corrió, sujetando la moneda de oro en una mano y la pequeña flor de papel en la otra. No se detuvo hasta llegar a la estación de policía, un edificio frío y de ladrillos sombríos.

​Encontró al Oficial Thomas llenando un informe, y a Clara sentada en un banco, pequeña y silenciosa, pero aún con ese halo de luz tranquila a su alrededor.

​"¡Oficial, deténgase! ¡He cometido un error terrible!" gritó Elías, casi sin aliento.

​Thomas levantó la vista, ceñudo. "¿Señor Elías? ¿Qué sucede ahora?"

​"Sucede que la Señora Clara es inocente," confesó Elías, con la vergüenza quemándole la cara. "La moneda es mía, pero ella la encontró. La perdí yo, por mi propia desatención. Fui yo quien la acusó injustamente, impulsado por... por el peor lado de mí."

​Se acercó a Clara, se quitó el sombrero y se inclinó, un gesto que no había hecho en décadas.

​"Señora Clara, por favor, perdóneme," dijo, y su voz, habitualmente cortante, se rompió por la emoción. "Soy un hombre que ha vivido sin afecto, sin saber dar. Usted demostró más nobleza con una flor de papel que yo con todo mi oro. Yo robé su dignidad y usted me ha enseñado el valor real de la vida."

​Clara no dijo nada, solo le dedicó una mirada de compasión, sin rencor.

​Elías sintió que, si bien había recuperado el oro, su verdadera riqueza estaba de pie frente a él. Sacó la moneda.

​"Esta moneda," continuó Elías, poniéndola en la mano de Clara, "le pertenece a usted, como prueba de que la providencia existe. Y el auto de carreras rojo también. Pero le ruego que acepte algo más."

​Señaló la flor de papel en su otra mano. "Usted y su nieto son la razón por la que entiendo la alegría. Sé que no me lo enseñaron, pero quiero aprender a compartir las bendiciones que he acumulado. Y estoy muy, muy solo."

​Una lágrima rodó por la mejilla de Elías. "Les ruego que pasen la Nochebuena conmigo en mi casa. Está llena de juguetes y de calor, pero vacía de alegría. Por favor, vengan a enseñarme a celebrar la Navidad con el corazón."

​Clara miró la moneda, luego al hombre que había pasado de ser un tirano avaro a un alma arrepentida. Su sonrisa regresó, cálida y completa.

​"Elías," dijo ella con dulzura, "la Navidad es para los corazones abiertos. Y un perdón, mi buen hombre, se da de inmediato."

​Clara aceptó la moneda, pero no para ella. La puso de nuevo en la mano de Elías. "Elías, esta noche, su bendición es su arrepentimiento. El auto de carreras será la alegría de mi nieto, y la invitación a Nochebuena será un regalo para mí. La Navidad es una época para compartir una mesa y una historia. Estaremos encantados de acompañarlo."

​Esa Nochebuena, el Taller de Juguetes Elías no se llenó de clientes, sino de luz. Elías, Clara y su pequeño nieto enfermo compartieron una cena sencilla. El niño, feliz con su auto de carreras, hizo que Elías se sentara y jugara con él.

​Por primera vez, Elías no contó sus bienes; contó sus bendiciones. La moneda de oro, la base de la fortuna que nunca gastaría, ahora descansaba en la repisa sobre la chimenea, junto a una pequeña flor de papel, el recordatorio constante de que la verdadera magia de dar no reside en el valor de lo que se entrega, sino en la generosidad desinteresada con la que se abre el corazón. Y ese, pensó Elías, era el regalo más preciado de todos.

 

 

Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata.

Obra literaria registrada.

INDAUTOR.

EMILIA Y LA NAVIDAD PERDIDA.

 

                                                                                


 

​En una casita diminuta, oculta bajo un techo de nieve perpetua en el rincón más tranquilo del Polo Norte, vivía una niña de ocho años llamada Emilia. No era un elfo, ni una duendecilla, sino una ayudante especial de Santa Claus. Tenía el cabello color chocolate y unos ojos curiosos que brillaban más que las escarchas de hielo.

​Un día, la fábrica de juguetes se detuvo. El silencio era tan grueso que se podía cortar con un cortador de galletas de jengibre. Los pequeños cascabeles de los elfos no sonaban, y las máquinas pulidoras de trineos estaban inmóviles.

​Santa Claus, con su barba más desordenada de lo habitual y una expresión de profunda preocupación, llamó a Emilia a su oficina.

​--Emilia, mi querida niña-, suspiró Santa, señalando un mapa viejo.  -Tenemos un problema. Un problema muy, muy grande-

​Emilia se acercó al escritorio, donde había un objeto que brillaba débilmente: la Brújula del Espíritu Navideño.

​-Parece que... la aguja está quieta -, susurró Emilia.

​--Exacto-, asintió Santa tristemente. - La Navidad... se ha perdido. No me refiero a los juguetes o los renos, sino a la verdadera esencia. La gente en el mundo está tan ocupada, tan apresurada, que han olvidado la sensación mágica. La Brújula ya no encuentra el camino. Si la gente no siente la Navidad, no podré entregarla-.

​Santa se inclinó hacia ella. - Necesito que tú vayas, Emilia. Tú tienes el corazón más puro y sabes encontrar la alegría en las cosas pequeñas. Tienes que ir a las ciudades, encontrar los pedacitos de la Navidad perdida y traerlos de vuelta. Solo así la Brújula volverá a funcionar-.

​Emilia sintió un escalofrío de emoción. Su misión no era empacar regalos, sino rescatar la alegría del mundo.

​-¡Lo haré, Santa! ¿Qué debo buscar?-  preguntó Emilia, lista para la aventura.

​Santa le dio un saquito de terciopelo. - Busca tres tesoros perdidos: el Sonido de la Generosidad, el Color del Recuerdo, y la Luz de la Esperanza. Cuando los tengas, la Navidad volverá a encenderse-.

​Con su saquito mágico y una bufanda más abrigadora que un abrazo, Emilia se montó en un mini-trineo tirado por un reno joven llamado Saltarín. Su gran aventura para salvar la Navidad acababa de empezar.


El Primer Tesoro: El Sonido de la Generosidad.


​Saltarín aterrizó suavemente en el tejado de un gran edificio en una ciudad ruidosa y llena de luces brillantes, pero frías. Las personas iban y venían con bolsas llenas de regalos, pero nadie sonreía. El ruido era un murmullo apurado de cláxones y pasos rápidos, no el alegre sonido de la generosidad.

​Emilia encontró a unos niños jugando en un parque y les contó su misión. Una niña, Sofía, le preguntó: - ¿Qué es el sonido de la generosidad?-

​-Es el sonido que hace el corazón cuando se abre para dar cariño y tiempo-, explicó Emilia. -Hay un lugar especial cerca de aquí, un asilo de ancianos, donde las personas mayores están un poco solitarias. Si vamos y les damos nuestro tiempo, nuestras sonrisas y nuestras canciones, haremos ese sonido tan fuerte que la Brújula de Santa podrá oírlo-.

​Rápidamente, Emilia y los niños hicieron un cartel y caminaron hasta la Casa del Árbol de los Recuerdos. Al entrar, el lugar era cálido, pero silencioso.

​Los niños se reunieron alrededor de un viejo piano y comenzaron a cantar villancicos. La sala se llenó de risas, de palmas y de historias que los ancianos compartían. Un abuelo golpeaba el ritmo con su bastón.

​De repente, el saquito de terciopelo de Emilia comenzó a vibrar. Un cascabeleo suave y cristalino llenó el aire. ¡Había capturado el Sonido de la Generosidad! Era el sonido de la risa que se mezcla con el canto y el tictac de un corazón que se siente amado.


El Segundo Tesoro: El Color del Recuerdo.


​Emilia se dio cuenta de que el asilo no solo era el lugar de la Generosidad, sino también el cofre donde se guardaba el Color del Recuerdo.

​Se acercó a la abuela que había empezado a mover la cabeza con la música. La anciana sonrió y abrió una caja de madera gastada.

Dentro, había adornos navideños muy viejos: una bola de cristal azul profundo, un soldadito de madera de color rojo vivo y una estrella de papel dorado y amarillo.

​-El recuerdo, querida-, dijo la anciana, no es un solo color, sino un mosaico de todos los que alguna vez amamos -

​Recordó el azul profundo de la noche fría, el rojo de la emoción de su hermano pequeño y el dorado de la felicidad al hacer la estrella con su hija.

​De pronto, un suave resplandor se escapó de la caja. El saquito de terciopelo de Emilia comenzó a zumbar, y un fuego cálido y multicolor se instaló dentro. ¡Había capturado el Color del Recuerdo! Era el matiz de la nostalgia tierna, la alegría que se siente al revivir un momento de amor.

​"¡Dos tesoros encontrados!" susurró Emilia.


El Tercer Tesoro: La Luz de la Esperanza.


​Saltarín llevó a Emilia a un pequeño pueblo cerca de un edificio antiguo llamado el Hogar de los Sueños Olvidados, un orfanato. El árbol de Navidad estaba casi vacío y el ambiente era de espera silenciosa.

​Emilia conoció a Lena, una niña que dibujaba con un lápiz gris la casa y la familia que esperaba tener algún día. Esa fe inquebrantable era la Esperanza.

​Emilia usó el Color del Recuerdo capturado para darle vida al dibujo de Lena. Luego, animó a todos los niños a tomar sus sueños (una familia, un juguete, un nuevo amigo) y convertirlos en pequeñas linternas de papel que representaban su fe en el futuro.

​Uno a uno, cada niño fue colgando su "promesa" en el árbol.

​Cuando el último niño colgó su linterna, una Luz dorada, pura y suave emanó de cada adorno. La luz no era deslumbrante, sino confortable, como un cálido abrazo. Era la Luz de la Esperanza, la fe que se niega a morir.

​El saquito de terciopelo de Emilia brilló con tanta fuerza que la luz iluminó todo el orfanato. ¡El tercer tesoro estaba a salvo!

​En ese momento, la Brújula del Espíritu Navideño de Santa comenzó a girar y la fábrica de juguetes se llenó del sonido de miles de cascabeles. ¡La Navidad había sido encontrada!


Epílogo: El Mejor Trabajo del Mundo.


​Santa Claus recibió a Emilia con un abrazo de oso. A partir de ese año, Emilia tuvo un nuevo y importantísimo trabajo en el Polo Norte: ser la Guardiana del Espíritu Navideño.

​Su misión era viajar al principio de cada diciembre para hacer una inspección de alegría. Visitaba a los ancianos, donde el coro cantaba más fuerte que nunca, y el orfanato, donde la pequeña Lena, gracias a la luz de su esperanza, había encontrado una familia amorosa.

​Emilia había aprendido la lección más grande de todas:

​ La Navidad no es un día que llega, sino un sentimiento que se construye. Y lo más importante que se puede dar no se compra en una tienda, sino que viene del corazón: el tiempo, el amor y la esperanza.

​Y así, año tras año, la Navidad se hizo más brillante y más fuerte, todo gracias a una niña llamada Emilia que supo que, para encontrar la magia, primero hay que creer en ella y compartirla.

 

 


 

​FIN

Autora : Ma. Gloria Carreón Zapata.

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viernes, 12 de diciembre de 2025

MACBETH OBRA ADAPTADA A LOS TIEMPOS ACTUALES Y CON UN TOQUE CONTEMPORÁNEO.

 





​ MACBETH 2.0: El Ascenso y Caída del CEO (Una Tragedia Moderna)



​Argumento Principal



​Mark Beth es un carismático y exitoso CEO de una gigantesca empresa de tecnología e inteligencia artificial, "DunCan Tech". Acaba de liderar una adquisición hostil brillante contra una compañía rival, salvando a su empresa de una crisis. Al celebrar su victoria con su amigo y COO, Ben Quay, reciben un mensaje encriptado en sus smartwatches de tres enigmáticas "influencers oscuras" o "algoritmos oraculares" que predicen su futuro:

​"¡Mark Beth, futuro Director de Innovación!"

​"¡Mark Beth, futuro CEO de DunCan Tech!"

​"¡Y Ben Quay, padre de futuros CEOs, aunque tú no reinarás!"

​La primera profecía se cumple casi de inmediato: el actual Director de Innovación es despedido y Mark Beth es ascendido.

​La ambición se enciende en Mark. Su esposa, Laura Beth, una estratega de marketing digital brillante y despiadada, lo persuade de que el destino debe ser forzado. "El destino no se espera, se crea", le dice. Juntos, idean un plan para desacreditar y sabotear al actual CEO, Don Can, durante una reunión crucial de la junta directiva en su propia mansión.

​Don Can es "retirado" de forma misteriosa por un escándalo fabricado de malversación de fondos y Mark Beth, el salvador de la empresa, asume el cargo de CEO.

​Pero el poder es una droga. Mark, ahora al frente de DunCan Tech, se obsesiona con las profecías. La idea de que los hijos de Ben Quay heredarán su imperio lo carcome.

 Contrata hackers y sicarios corporativos para "desaparecer" a Ben y a su hijo, Flynn. Ben es eliminado, pero Flynn escapa, pasando a la clandestinidad y volviéndose una amenaza silenciosa.

​Mark Beth se vuelve un tirano corporativo, despidiendo sin piedad, manipulando mercados y silenciando a cualquiera que se oponga. Sufre de insomnio, ataques de pánico y alucinaciones (viendo mensajes de texto fantasmas de Ben Quay en su pantalla).

Laura Beth, inicialmente fuerte, comienza a desmoronarse, obsesionada con "limpiar" su imagen pública y privada de los "escándalos" y la "suciedad" que han acumulado.

​El mundo corporativo comienza a conspirar contra él. Mac Duff, un inversor y ex-socio que huyó del país, se une a la resistencia liderada por Malcolm, el hijo de Don Can, que busca recuperar el control de la empresa.

​La batalla final no es en un campo de guerra, sino en el ciberespacio y en los tribunales, con una combinación de filtraciones de datos, ataques cibernéticos, juicios por fraude y una OPA hostil. Mac Duff, un genio del hacking ético, logra desenmascarar las manipulaciones de Mark Beth y sus crímenes, exponiéndolo al mundo.

​Al final, Mark Beth, solo y sin el apoyo de nadie, es destituido de su puesto de CEO. Laura Beth, consumida por la culpa y las redes sociales, se "desconecta" por completo de la realidad y desaparece.

​La obra termina con Malcolm, el legítimo heredero, asumiendo el control de DunCan Tech, prometiendo una nueva era de ética y transparencia.

​Temas Centrales adaptados.

​Ambición Digital: La búsqueda del poder no es solo un trono, sino el control de un imperio tecnológico y la influencia en el mundo digital.

​La Culpa en la Era de la Información:

 Las consecuencias de los actos no se ocultan fácilmente. La culpa se manifiesta a través de "fantasmas digitales", notificaciones de pesadilla y la presión constante de las redes sociales.

​Profecías del Algoritmo: Las brujas son reemplazadas por algoritmos, influencers o "gurús del mercado" cuyas predicciones, aunque ambiguas, tienen un impacto psicológico profundo.

​Apariencias y Realidad Digital: La fachada de éxito y perfección en redes sociales oculta una realidad de corrupción y crímenes.

​ Un Giro Visual (si se filmara)

​Escenas de grandes rascacielos y centros de datos.

​Pantallas holográficas y realidad aumentada.

​Un "bosque de Birnam" de servidores siendo desconectados, o drones volando hacia la "fortaleza" de DunCan Tech.

​La locura de Laura Beth manifestándose con una avalancha de notificaciones, mensajes de odio y comentarios negativos en su pantalla, volviéndola catatónica.



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LA MARCA DEL CUMPLEAÑOS.

 


 

 

​Era el cumpleaños de Isabella, la mujer que aún consideraba su mejor amiga. Solo la idea de ir a esa casa le erizaba el vello. Tania no entendía el rechazo instintivo que sentía; la casa respiraba una hostilidad sorda, un aire tan denso y amenazador que la hacía estremecer. No obstante, pensó Tania, faltar al aniversario de Isabella sería una grosería imperdonable.

​Esa tarde, desafiando su presentimiento ineludible, se puso su vestido favorito: un terciopelo color verde pistache. Era pleno otoño y el fresco ya se colaba con la caída del sol.

​Su amiga, Diana, alegre, intrépida y sagaz, era el polo opuesto de Tania, y la única que la animó a asistir. Le prometió pasar a buscarla, pues la idea de llegar sola al festejo le provocaba un pánico paralizante.

​De pronto, un claxon resonó afuera, seguido por el sonido insistente de su celular. Ignorándolo, se dirigió a la puerta. No quería hacer esperar a Diana.

​Al entrar en el coche, Diana le dedicó una sonrisa afable, pero la miró fijamente a los ojos, con una punzada de seriedad.

​—Sé lo que te pasa —dijo, sin rodeos—. Pero, ¿no podrías disimular un poco? Es su cumpleaños y te confieso que me sucede lo mismo. ¿Acaso crees que voy feliz?

​Tania la miró, sorprendida por la franqueza, pero aliviada de no ser la única.

​—No te lo quise comentar nunca para no alarmarte, pero me pasa exactamente lo que a ti. Además, me he dado cuenta de cómo nos mira Isabella. Esa mirada inexpresiva, fría, refleja un profundo odio y envidia. Más bien, hacia la vida misma —concluyó Diana, con un suspiro.

​—Mira —respondió Tania, reacia—. No sé qué puede envidiarnos. Ella vive mejor que nosotras. No te expreses así de Isabella, sé que tiene su carácter, pero en el fondo nos quiere. Somos sus únicas amigas.

​Diana soltó una risa seca. —Desde luego, en el fondo, muy en el fondo. ¿Y cómo no habríamos de serlo? Si todas huyen de ella. Tal vez por eso nos tolera.

​Tania se quedó en silencio. No quería discutir, aunque en el fondo, una parte helada de su ser le daba la razón a Diana. El comportamiento de Isabella con ambas era, a veces, profundamente extraño.

​La Llegada a la Mansion.

​Finalmente, llegaron a la casa. Diana abrió la cajuela para sacar los regalos. Al cruzar el umbral del recibidor, un escalofrío de pies a cabeza recorrió a Tania.

​El aire. Ese peculiar olor a moho viejo y podredumbre le causaba náuseas. Se respiraba una especie de muerte en el ambiente, y a pesar de no ser aún invierno, el frío que la penetraba le helaba hasta la sangre. La casa, aunque decorada con la elegancia tétrica de muebles antiguos y carísimos estilo barroco, adquiridos en Texas, seguía siendo un lugar opresivo. Diana y Tania se habían preguntado a menudo de dónde sacaban Isabella y su marido el dinero para semejante ostentación, pues él era un profesionista con un sueldo respetable, pero insuficiente para ese tren de vida.

​En la antesala se alzaba una gran consola de espejo barroco, con chapa de oro y tapa de mármol. A ambos lados del sillón, dos elegantes lámparas hacían juego con los candiles de cristal cortado que colgaban del techo. De pronto, algo que asomaba por debajo del sillón llamó la atención de Tania.

​Se encaminó hacia allí, pero una mano suave y firme le apretó el brazo derecho, deteniéndola. Era Isabella, mirándola con una sonrisa irónica y, a la vez, triunfal. Su mirada era fría y calculadora.

​—¡Bienvenidas, amigas queridas! —dijo en voz alta.

​Luego, acercándose a Tania para que Diana no escuchara, le dio un beso en la mejilla, susurrándole al oído:

​—Luego te cuento —.

​Pasaron al gran salón donde se encontraban los demás invitados, en su mayoría, la familia del esposo. Al atravesar el lúgubre y largo corredor, pintado de un verde pino profundo, divisaron al final un tenebroso espejo antiguo de marco dorado, silencioso testigo que parecía guardar el misterio de esa casa.

​El Secreto Susurrando.

​Después de un rato de convivencia forzada, Tania sintió un profundo sopor que la envolvía, seguido de un mareo. Diana se aproximó rápidamente.

​—Sácame de aquí, amiga. No me siento bien —le suplicó Tania.

​Isabella, que no había dejado de observarlas desde lejos, se acercó de inmediato para preguntar qué sucedía. Tania aprovechó el momento para despedirse.

​—No he dormido bien por la tarea de mi último semestre —se excusó—, por eso me siento mal.

​—Vamos —dijo Diana—. Te dejo y me voy a casa. Es tarde, y con lo que se vive en la ciudad, tengo miedo de regresar tan tarde.

​—¡No! —respondió Isabella con demasiada vehemencia—. ¡De ninguna manera! Quédate, por favor, otro rato, Diana. Yo voy y dejo a Tania en su casa.

​—Tiene razón, Isabella, quédate a acompañarla —intervino Tania, sintiendo una urgencia irracional por irse—. Discúlpenme, pero no me pasa nada grave, saben que no estoy acostumbrada a salir de casa y será por eso que me siento así —añadió, excusándose de nuevo.

​Tania se puso de pie, seguida por Isabella, y se dirigieron hacia la salida, no sin antes despedirse de los invitados. Al pasar de nuevo por el sillón de la antesala, Tania guio a Isabella hasta allí para mostrarle lo que había llamado su atención.

​Diana observó, sintiendo que una revelación terrible estaba por ocurrir. El rostro de Isabella se endureció con una sonrisa sarcástica y endemoniada.

​—¿Sabes lo qué es esto, amiga? —preguntó Isabella, con la mirada clavada en Tania.

​Tania solo atinó a negar con la cabeza.

​—Bien, te lo diré. Llevamos años haciendo este ritual —su voz se redujo a un escalofriante murmullo—. Es una maceta. El cráneo humano que ves es regado con sangre. Es para la protección de mi familia. Pertenecemos a una secta. Nuestro dios es Belcebú, y a él está dedicado este ritual.

​Por un instante, Isabella la miró fijamente a los ojos, sin dejar de sonreír, como poseída por algo maléfico. Tania sintió una ráfaga de frío que invadió su cuerpo por completo. La mordaz mirada de su amiga era una amenaza. Ahora lo comprendía todo: el rechazo, el pánico, la hostilidad que emanaba de Isabella y de esa casa maléfica.

​La Huida y la Marca.

​Isabella dio un paso hacia ella. La sonrisa se había transformado en una mueca de triunfo sádico.

​—Diana se queda. Una de ustedes debe acompañarme, tarde o temprano.

​Tania sintió que el mareo regresaba, pero esta vez no era por cansancio; era el instinto de supervivencia que gritaba. Su mente se enfocó en una única orden: Huir.

​Sin pensar, se dio la vuelta y echó a correr hacia la puerta principal. Escuchó la voz gélida de Isabella a sus espaldas, que ahora sonaba como un rugido contenido:

​—¡No te atrevas a irte, Tania! ¡Aún no hemos terminado!

​Tania no se detuvo a mirar atrás. Corrió por el largo corredor verde pino, sintiendo el aire espeso y frío pegarse a su piel. Al pasar por el salón, vio a Diana. Estaba de pie junto a un candelabro, inmóvil, mirando fijamente a un punto indefinido. Su rostro, generalmente vivaz, estaba pálido y sin expresión, como si una parte de ella ya se hubiera rendido a la oscuridad de la casa.

​—¡Diana, vámonos! —gritó Tania con la voz rasgada por el miedo.

​Diana no reaccionó. Isabella apareció en la entrada del salón, bloqueando el camino hacia su amiga.

​Tania se lanzó contra la puerta principal. La abrió de un golpe, escuchando el crujido de la madera antigua. Salió corriendo hacia la calle, sin buscar su coche, sin preocuparse por el terciopelo de su vestido. Solo corría, sintiendo la mirada de Isabella quemándole la espalda como una maldición.

​Cuando llegó a la esquina, se atrevió a mirar hacia atrás. La casa de Isabella se erguía oscura y señorial, sus ventanas vacías como ojos muertos. El miedo se asentó en su estómago con una certeza gélida: Diana no saldría esta noche.

​Tania se desplomó contra un muro, jadeando. Había escapado de la casa, pero no de la secta. Mientras recuperaba el aliento, sintió un picor agudo en su mano derecha, la misma que Isabella había sujetado al inicio. Al bajar la mirada, notó que no era una simple marca de presión.

​En la piel de su muñeca, una pequeña y fina línea de sangre había dibujado la silueta de un pentagrama invertido. La había marcado, discretamente, durante el falso abrazo de bienvenida.

​Tania se levantó, temblando. Sabía que la casa de Isabella no era el final. Era solo el principio de una pesadilla que la seguiría hasta que cumpliera el ritual. Su huida había terminado; la cacería de Belcebú acababa de comenzar.

 

 

 

Ma. Gloria Carreón Zapata.

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17 Marzo 2024.

jueves, 11 de diciembre de 2025

El Delito de Necesidad y la Injusticia Social.

 






Ensayo



 

​¿Hasta qué punto es justa una sociedad que castiga el crimen de subsistencia en lugar de prevenirlo? Para responder a esta pregunta, es fundamental analizar la crítica que obras inmortales de la literatura, como Los Miserables de Victor Hugo, realizaron al sistema penal y social de su época, a través del calvario de Jean Valjean. La historia de Valjean, condenado por robar un pan para alimentar a unos niños, plantea un dilema ético y legal que sigue vigente. Por ello, se argumenta que el sistema de justicia actual debe mitigar el castigo por robo de subsistencia, reconociendo la necesidad como atenuante, porque el verdadero error no recae únicamente en la ley, sino en la falta de empatía de la sociedad, la cual ignora las causas estructurales que llevan al crimen.

​Más que el simple cumplimiento de la ley, la falta de empatía de sus ejecutores es lo que perpetúa la injusticia, recordándonos que deberíamos ponernos en los zapatos de los demás. Victor Hugo encarna esta tesis en el Inspector Javert, un personaje cuya devoción inquebrantable a la letra de la ley lo convierte en un motor de la crueldad. Javert se niega a reconocer cualquier atenuante, viendo el robo de Valjean como una transgresión pura, sin importar que haya sido motivado por el hambre de unos niños. Esta rigidez ilustra la falla esencial del sistema penal que el ensayo critica: la ley sin misericordia es inhumana. Al aplicar un castigo desproporcionado por un "delito de necesidad", el sistema demuestra su incapacidad para distinguir entre el criminal por maldad y el criminal forzado por la supervivencia.

​Sin embargo, la rigidez legal que encarna Javert no es solo un problema histórico de un código penal anticuado; es el reflejo de una falla estructural que persiste hoy. La crítica de Hugo no es un mero eco histórico, pues la presión estructural que obliga a delinquir persiste, como se ilustra en la vida de los inmigrantes indocumentados en USA, donde la amenaza de detención les impide salir a trabajar, careciendo de lo más indispensable para sí mismos y sus familias. Esta situación, al igual que la de Valjean, demuestra que la ausencia de vías legales para la subsistencia transforma la necesidad en coacción. Cuando la ley bloquea las oportunidades legítimas, la elección no es entre el bien y el mal, sino entre la supervivencia y el respeto a un sistema que los ha excluido. Por lo tanto, el delito no es un acto de malicia, sino una respuesta previsible y forzada a la injusticia sistémica de la pobreza extrema y la exclusión.

​Esta persistencia de la injusticia nos obliga a una profunda autocrítica: la ley y la sociedad solo mejorarán si nos ponemos en los zapatos del otro y reconocemos la posibilidad de ser víctimas de ese mismo sistema. En última instancia, no solo la ley es culpable de estas injusticias, sino toda la sociedad por su carencia de empatía, desviando la culpa del fracaso estructural hacia el individuo marginalizado. Al no asegurar las necesidades básicas, la comunidad se vuelve cómplice del círculo vicioso de la pobreza y el crimen. Por lo tanto, el reconocimiento legal del "delito de necesidad" debe ser solo el primer paso. La verdadera reforma requiere que la sociedad combata activamente el egoísmo y la indiferencia que permite que millones de personas se vean obligadas a elegir entre el hambre y la transgresión de la ley.

​En conclusión, la tragedia de Jean Valjean en Los Miserables de Victor Hugo no es solo un relato de ficción histórica, sino una crítica atemporal a la rigidez de la ley y la indiferencia social. La mitigación del castigo para el delito de subsistencia no es un acto de caridad, sino un imperativo ético y legal que reconoce la realidad de la injusticia estructural. Por lo tanto, el camino hacia una justicia restaurativa y equitativa requiere más que códigos penales actualizados. Exige la reconstrucción de las instituciones de control social de la comunidad y una profunda transformación de nuestra moral colectiva. La verdadera lección de Hugo, y la reflexión central de este análisis, es clara: "Si fuéramos más humanos y nos preocupáramos por el prójimo, la vida sería diferente. Olvidémonos de tanto egoísmo y todos juntos reconstruyamos un mejor futuro para las generaciones venideras."

 

Autora: Ma. Gloria Carreón zapata.

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domingo, 7 de diciembre de 2025

JURAMENTO DE AMOR PERENNE

 


永恒爱情的誓言



夜晚穿着薄纱缓缓跳舞。而星星披上精美的丝绸,在地平线的巨大光芒显得绚丽夺目。

而你我,在承载着幸福的月光的映照下,向彼此发誓永恒的爱一千次。

这个吻滋味着我们渴望温柔与快乐的娇嫩嘴唇,我们的身体在寂静的伟大梦境中在爱中跳舞,洁白如猩红。

当夏天降临,我们跪在空虚的灵魂上,即将迎来严冬。

这位明星在他的空笔记本上捕捉到的浪漫。当我们在爱情中重复我们是多么爱对方的时候,我,目光没有从你娇小的眼睛上移开,就欣喜若狂,在银色的月亮下向你发誓永恒的爱。

突然,就在那一刻,一片寂静,使你沉默的嘴巴变得更快,同时发出了回荡在苍穹上的誓言。我们永恒之爱的伟大奉献。

作者:Ma Gloria Carreón Zapata.

图片来自 Google

译者 Marcelino valoiga Monsuy Ansue

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JURAMENTO DE AMOR PERENNE



La noche danzaba lentamente ataviada de tul. Mientras las estrellas vestidas de fina seda lucían esplendorosas peinando la inmensa luz del horizonte.

En tanto tú y yo, bajo el reflejo de la luz de la luna que en su rostro grabada llevaba la felicidad, nos jurábamos una y mil veces amor eterno.

El ósculo saboreaba nuestros delicados labios ávidos de ternura y placer, y nuestros cuerpos hacían malabares danzando enamorados en la quietud de un gran sueño blanco como la grana.

Cuando el verano cayó de rodillas sobre nuestras almas vacías a punto de alcanzar el crudo invierno.

Romance que el lucero plasmaba sobre su libreta vacía. Las mismas veces que enamorados repetíamos cuanto nos amábamos, y yo, embelesada sin despegar la mirada de tus delicados ojos te juraba amor eterno bajo la luna plateada.

De pronto en ese mismo instante gritó el silencio acelerando tu callada boca, pronunciando a la par un juramento que hizo eco sobre el firmamento. La gran ofrenda de nuestro amor eterno.




Autora: Ma Gloria Carreón Zapata.

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EL PASADO RECLAMA LO SUYO.

 






Fuimos víctimas del cruel destino

 que nos condenó al olvido.

Pero fue la memoria, y no Cupido,

 la que cumplió su obra,

volviendo a evocar el

 fantasma de nuestro pasado.

 

 Hizo eco de tu sí roto en mi oído,

trayendo el amargo recuerdo

de lo felices que fuimos

en aquella noche de entrega,

que no marcó una vida,

 sino el inicio de una ausencia.

 

Bastó el fantasma de un beso

 y una caricia perdida

para nombrarte mío,

y a mí, tuya en esta pena eterna.

 

 

Autora : Ma. Gloria Carreón Zapata.

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CONDENADO A CONTEMPLAR MI DICHA.


 




Te entregué mi amor

sin pedir nada a cambio,

rechazando cualquier voz

que brotara del alma para advertirme;

mi sentir, ingrato, se burlaba.

 

​Hoy, a lo lejos, contemplas mi dicha,

arrepentido de tu cruel destino.

 Es tarde ya para volver atrás:

 el tiempo y la vida hicieron lo suyo.

 

​Desde lontananza, condenado al olvido,

 maldices tu suerte; a veces has deseado

 hasta tu propia muerte.

Mientras, yo avanzo, feliz y dichosa.

 

​Agradezco al cielo por mi felicidad,

sintiendo en el alma el peso de tu pena.

 Mas nada hay por hacer,

 la misma vida presentó la factura.

 

 

Ma. Gloria Carreón Zapata.

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LA BIBLIOTECA DEL ÚLTIMO AMANECER.

                                                                                            Un Llamamiento a Soltar las Armas y Abrazar lo...